El cúmulo de estrellas llamó mi atención la noche en que mi llanto fue secado por ella. Una mágica intromisión sin sentido, pero la acepté porque sí. En esa época del año el cielo nocturno tachonado de astros lucía en todo su esplendor una constelación distintiva. Dándole forma al cinturón, pendía de una espada como todo un coloso aquel paño de lágrimas insospechado. En lo alto, se extendía entre gases y supernovas, impresionante, fácilmente observable en un enero de Anchorage.
Comencé a olvidar los retazos de aquel romance importante en medio de un fatal diagnóstico: “Alzheimer-prematuro-de-mal-de-amores”. Así lo había sentenciado el médico de turno luego de descubrir que a mi tan corta edad—solamente treinta años— se desintegraban mis memorias sin remedio ni causa aparente. Los colapsos demenciales que rodeaban mi amnesia progresiva dejaban rastros y marcas imborrables de una vida que se esfumaba, que desaparecía. Comenzó a hacerme falta nuestro primer beso, las primeras caricias, los primeros poemas, su voz, mi temblar debajo de su cuerpo. Con el tiempo me hizo falta la memoria de ellos, los besos contra las puertas, los orgasmos con esencias precolombinas. Después se hizo imposible retener el dulce sabor de recordar tales reminiscencias. Luego aparecía difusa la constancia de aquello relevante que se sabe ha sucedido, pero que no se sabe cuando sucedió. Memoria maldita, ¿habrá pasado? Era como experimentar un olvido de maletas en medio de un viaje largo, sin saber específicamente el qué ni el cuando se olvidó.
Afortunadamente lamió mis mejillas la constelación, hecha toda una enjugadora de mocos de chiquilla. Tesoro celestial; tan misteriosa y a la vez tan bella. La estrella borrosa que descubrí desconsoladamente en el centro de la espada, en realidad nunca fue una estrella, sino la conocida nebulosa de sorprendente belleza. Su brillo etéreo no me fascinó de inmediato. Fue después, luego de mi llanto de dolor por la pérdida inevitable de aquello que no había recordado. Y fue porque ella misma, la propia Orión, abrió su gran espiral en forma de galaxia y vomitó a dos de sus gigantes hasta mí. Betelgeuse y Rigel se arrastraron por todo el hado celeste azabache y depositaron su paño debajo de cada uno de mis ojos.
Mientras más líquido salado caía de mis pestañas, más se acercaban los cuerpos celestiales a mis mejillas. Susurraron “Gabbar” en mis oídos; el cazador, el fuerte. Musitaron la equivalencia en hebreo: guibbóhr. Un gas resplandeciente despidió pequeños óvalos borrosos que sirvieron de fuentes recolectoras. Borrones de luz anaranjada entre mis mares, dentro de mis corrientes de ríos, no intentaron consolarme, sólo secar el océano.
Girando de la cuna a la tumba estelar, el Hacedor de las constelaciones le permitió explotar debajo de mis pupilas. “Los tiranos altivos y orgullosos serán abatidos y los cuerpos celestes dejarán de despedir luz”, dictaminó en el libro ancestral de excelsa sapiencia, por allá entre páginas de Isaías. Con la promesa alguna vez de apagarse, Orión pareció caminar hasta mí amenazante, arco en mano, en dirección a la constelación Taurus. Con un pequeño sollozo del fondo de mi pecho puede verse, cerca de la punta del cuerno meridional del toro, una tenue mancha de luz que se vuelve invisible de a poco entre cada recuerdo.
Con cada pétalo memorable caído, Rigel expande su vivero estelar azul como la neblina. El viento que sopla en cada zancada para ir a secar mi latir, congela mis pasos. Betelgeuse abriga de rojo, para evitar la hipotermia sentimental, toda mi piel, y me toma de la mano con cada pañuelo que abre para secar mi rostro.
Todavía hoy sigo olvidando. Con fortuna, después de cada matiz de lienzo pintando el horizonte como mapa tridimensional de todos los universos. Sé que en alguna ocasión deberé no recordar que olvido. Los cartógrafos cósmicos descubrirán los paños alfa y beta que han enjugado mis lágrimas, entonces un tapiz de galaxias que ha de extenderse por millones de años luz en nuestro entorno dejará de pulsar. Finalmente ese día, olvidaré tu nombre.
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Del libro de cuentos Origami de Letras, 2004
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