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domingo, octubre 16, 2005

Cuento: Virginia por Yolanda Arroyo Pizarro

El sol se siente diferente el día en que debes morir. Cuando se asienta en tu rostro y te despierta en la mañana sin pájaros ni cantos de gallo. Entra por la ventana, bailando entre las pelusas de una transparencia brillante, que juega al esconder con las cortinas de bambúes y alumbra a “Las Olas” sobre la repisa. Refleja pedazos de parches y brillos que hieren los ojos al pestañear mientras se incorpora tu cuerpo, y te levantas perspirando de un sueño en donde morías sin dolor, pero con pena. Calienta la mejilla que has dejado al lado contrario del colchón, justo en el instante en que aceptas que has sobrevivido otra noche, otro día, otra vida convencida que ése será el último de los momentos y que más adelante te irás para siempre. Lo sabes, lo percibes. Y como el día de ayer, lo planificas…, sólo que esta vez intuyes que tendrás éxito.

De camino a la mesa del desayuno descubres los obstáculos que te han mantenido hasta hoy alejada de tu meta, anclada a lo imposible, encadenada a lo miserable. Hay dos chiquillos devorando unas hojuelas de maíz con leche, en una vajilla de cerámica que ha sido un feliz regalo de bodas alguna vez. También hay un hombre que levanta sus ojos y trata de sonreírse levemente contigo, para que olvides, para que te mejores, para que no sospeches que le ha dolido preguntarte hace unas horas como te sentías con la única respuesta de tus labios pronunciada tan sin remordimiento: que me moriré.

Sus ojos se arrugan y te regalan otra promesa de una mejor vida, de un mejor ingreso, de mejores colegios para los niños, de mejores joyas y otro carro para ti. Sus ojos se achican con sorna inventando un mohín que ignore tus sentimientos de devoción y anhelo a otro ser humano que no es él. Ojos que con comprensión espontánea y martirizante te besan en la frente todas las noches y te ofrecen leche caliente con flores de tulipanes en un vidrio de aniversario numero quince, el cual deniegas en su propia cara, sin penitencia ni contrición. Son ojos poco acusadores, que tantas veces te han descubierto al teléfono declamando versos y prosa a alguien que no es él mismo, recitando pasajes románticos, llorando mientras cantas a Serrat cuando parpadean sus lumbreras un tanto mojadas, pero perdonando. Por inercia, como cada día, te sientas frente a esos ojos y los tragas entre las pelusas tan familiares que a estas alturas descubren los rayos del astro.

Con muy poca bitácora del cómo ha sucedido el asunto, te hallas sola en aquella cárcel que algunos de los que comparte el techo contigo llaman hogar. Cada quien ha ido a cumplir con sus responsabilidades. Es entonces cuando aún, arropada por la bata de dormir, sales a la terraza y estudias el vecindario vespertino. Con cada detalle, se acrecientan las ganas de abdicar. Cada pormenor te lleva a unos remos de los cuales te arrebataron las circunstancias, las apariencias, el bienestar de otros. Cada dato te lleva hasta una boca pintada de carmín, en donde te has derramado sin inhibiciones en el epicentro de unos brazos frágiles y delicados que han abarcado tu espalda en medio de un retozo entre pieles desnudas. Desde allí, unos ojos llenos de sol y hebras flotadoras, que observan petrificados en la puerta, les descubren ceñidas…, y lloran, y suplican.

La terraza se hace pequeña, las nubes parecen desangrarse entre la neblina que baja sobre los valles y llega hasta tu mentón. El resto urbano confabula, para con su conjunto de reglas y privaciones, gritarte al oído lo mal que te debes sentir. La censura te restriega en la cara, que mientras seas residente forastera de esta dimensión, nunca podrás ser feliz. Los ojos que despiden soles y ahora derraman neblina te imploran nuevamente que no te marches, que no los abandones; te reclaman, a la vez que te acusan de ser una madre fatal, colmada de caprichos y voluntades y egoísmos con el único fin de lograr lo que te place. Regresas al centro de la vorágine, y al centro del hogar justo en el segundo en que se cumplen ocho horas de estadía en soledad, allá dentro de las paredes de tu mente. Antes que lleguen todas las marionetas del colegio, del trabajo, de los quehaceres, de la cotidianeidad adusta, debes efectuar el plan tantas veces atrasado, tantas veces pospuesto. Hoy, esta misma noche antes que lleguen tus raptores, la maqueta será nuevamente probar el sumergir alguno de los enseres electrónicos dentro de la bañera. Las marcas en las muñecas y la hipersensibilidad del hígado te recuerdan como el corte de arterias o la sobredosis de antidepresivos no funcionaron tiempo atrás.

Se te llenan los ojos de lágrimas, y se ha gastado más el reloj; no puedes descifrar cuanto tiempo ha pasado. Lloras, no por dejar lo que tienes, sino por la emoción que te embarga el pretender saber lo que encontrarás allá. Deseas, aunque sea en la oscuridad de la inconciencia, entregarte a sus pechos nuevamente, a su abdomen en reposo por tu exploratoria, a la dulzura de su voz.

El baño de luna se apodera, esta vez, al igual que otras, de los arrugados ojos consentidores que acompañan unas extremidades llenas de toallas. Corren a apagar el grifo y a desconectar el utensilio. Te secan el cuerpo esos brazos ajenos, fornidos, que ya saben la tonada y siguen el ritmo que tocan los destellos de luna entre el cendal. Te suplican, como siempre, en la jornada, en medio de la bruma. Te comprenden, como siempre en la rutina de aquel devenir. Entonces te llevan cargando hasta el dormitorio en donde una vez te encuentres calmada y presentable, los irreconocibles duendes que has cargado en tu vientre entrarán, y te dirán “buenas noches, mamá”.

Aceptarás por hoy, otra vez, tu parte del trato. Habrás nuevamente fracasado. Sin embargo, en la alborada que se avecina, el sol entrará de modo diferente, ese preciso y nuevo día, bailando por la ventana entre las pelusas que se te escapan, con promesas de un nuevo plan que se podrá efectuar en la madrugada. Sólo, que esta vez, intuyes que tendrás éxito.

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Del libro de cuentos Origami de Letras, 2004

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