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martes, diciembre 27, 2005

Anoche
Escritora Invitada: Alma Rivera


Anoche me quedé dormida en el balcón
el rocío cubrió mi piel
y bañó de f'río mis lágrimas secas
las revivió, las cubrió, las besó...
uno de esos besos largos
que borran arrugas y reviven la piel muerta

Me quedé dormida

Soñando con el príncipe que no llegó
con aquel que me había acostumbrado
a fingir que no lo esperaba
aquel que siempre se sentaba
al pie de mi balcón
anhelando escuchar su nombre
despierto
en vela...

Anoche no llegó

Anoche la penumbra me cubrió
ausente de la voz del viejo sabio
anoche fui yo la causa
fui yo la excusa

La guerra no se pierde sin muertos
la batalla no se gana sin sangre

Anoche el silencio abrió mi piel
deslizó lentamente su afilada lengua
anoche sangré,
morí

Anoche el príncipe se acostó
anegado en llanto
no dormía,
no podía

Si cerraba los ojos
el reflejo de mi negrura lo inundaba
y... yo era la sangre,
yo era la muerte

Anoche el príncipe se esforzaba
por recordar respirar
por ganar la batalla
por olvidar
que nadie estaría hoy al pie de mi balcón
que yo no podría fingir
que era é l
quien no llegaba.

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Alma Rivera (Santurce, 1967) reside en Caguas. Trabaja coordinando programas de prevención de violencia y ofreciendo talleres de competencia emocional. En la actualidad completa un grado en Estudios Caribeños en la UPR, escribe para una editorial educativa y atiende a tres hijos, un esposo, dos perros, tres gatos (una con tres gatitos), un pez y un hámster. Su cuento “La Réplica” recibió el Primer Premio en la categoría de cuento del 49no Certamen Literario del Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales, Universidad de Puerto Rico. En dicho certamen recibió una mención honorífica en la categoría de poesía, por su poema “Tal vez.” Su cuento “All but the flies” recibió una mención honorífica en la categoría de cuento en el 38vo Certamen Literario del Departamento de Inglés de la misma facultad. Publica en varias páginas y foros: Derivas, LaLupe, Literatosis, Ultraversal y en Borinquen Literario.

domingo, diciembre 18, 2005

Caballos en el desierto
Escritor Invitado: Daniel Navarro




Nunca había escrito algo como esto. Lo hice por ti, odalisca.



El espectáculo era imposible de entender. “El mar no puede desaparecer” me repetía una y mil veces. Inmediatamente supe que la odalisca me había dicho la verdad...
Corrí a las caballerizas. Seguí sus instrucciones. Tomé los animales y traté de salvar la mayor cantidad de agua... escasearía... el pozo estaba casi seco cuando terminé de llenar bolsas de cuero para cada caballo y una para mí... Estaba frenético...
Cuarenta bestias me forjaron caravana. El sombrero me servía de sombra, almohada, plato, vaso, brisa y espejo.
Caballos en fila. Fuimos los únicos sobrevivientes. Por semanas mantuvimos el paso lento amargado de la prolongada búsqueda. Yo los arreé desde el último lugar, al final de la línea, a veces caminando aunque las más de las veces montado. Mi hilera se movía en dirección sur, hacia el ecuador. Había desaparecido el mar y lo único que quedó en Uqbar fueron estas inmensas montañas de sal y arena. Mi pueblo completo un fantasma.
No lo supe entonces, pero el rumbo de mi existencia había sido marcado desde que una odalisca apareciera en mi vida. Ella marcó una esperanza para el cataclismo.
Mi oficio de vaquero en esa hacienda costera, me daba un aire de distancia. Hasta allá llegó. Era bella la árabe. Cada tarde su grupo formaba un círculo donde bailaba. Una diosa. Las mil y una noches sobre la alfombra. Recorrí desiertos imaginarios sobre su cabellera, admirando su mirada entre velos. Entre los tambores y sus movimientos escuché que me repetía una palabra: “Yilan”
No sé qué vio en mí pero yo sí supe que me cautivaba profundamente esa mujer, sus movimientos de la cadera me recorrían las arterias, me exacerbaba la respiración, en cada golpe de pelvis hacia monstruos imaginarios de la nada.
“Yilan” me repetía... ¡qué voz tan poderosa! gritándome entre el estruendo del baile, los movimientos seductores, manteniendo la mirada en mí. Ella era una mujer hermosa y mi piel se erizaba, indudablemente estaba embrujado.
Una noche la busqué.
Ella me esperaba, descubrí con sorpresa.
Trenzadas las manos, me amó como nunca lo había sentido. Fui hombre al sentir un vaivén sobre mi abdomen.
Al conocerla, al amarla, me confesó entre la paz de la tienda que el grupo de nómadas buscaba un lugar donde refugiarse. “¡El mar desaparecerá!” me reveló.
Yo besé su frente. Me pareció un temor ingenuo propio de esa cultura de espiritualistas. Me pidió que no la olvidara y que cuando llegara el día, la fuera a buscar, para recuperar el horizonte, buscar juntos una esperanza.
Nos hundimos en la soledad de muchas noches y en cada una de ella me repetía la misma historia... “El mar desaparecerá”
Mas ese día llegó. Un día, con mi rebaño casi en el corral, había terminado mis labores del día. La noche llegó precedida de un eclipse la noche anterior; un halo la séptima noche anterior; una coloración rojiza en cuarenta noches anteriores...El mar se retrajo con rapidez. No me había dado cuenta, pero el ruido del tropel, los aullidos de los animales, el vuelo insospechado de las aves. Busqué la razón y cuando vi el oleaje retraerse, la mar se alejaba de la línea costera... el agua se movía como en desesperada huída.




Con mis caballos en la arena seguía el rastro de un mar que se había hundido en un punto ecuatorial que la arabesca me había revelado una noche cuando la estrella Altair estuvo en el cenit.
Miraba a la distancia, entre el espejismo lo único discernible era la carne en descomposición de animales y hombres. El hedor insoportable, descubrí una nueva función para mi sombrero: filtro de aire. Rústicamente amarrado en mi cara, con la cabellera de sudor, avancé con mis caballos, hasta que el esfuerzo se acumuló a tal punto que uno de ellos sucumbió, el que punteaba.
El que le siguió ocupó su lugar, hasta que reventó. Eso sucedió tres días después. Con mis nervios destrozados, decidí que cada caballo ocuparía el primer lugar, hasta que cayeran todos. Y cuando cayeran (lo que era previsible), yo seguiría avanzando hasta encontrar ese misterioso punto donde podría entender la catástrofe.
No había ninguna otra alternativa.
Todo había desaparecido. No había otra cosa que un poderoso desierto. Ningún animal en los cielos, sólo cadáveres, osamentas...
Durante una tormenta de arena perdí el resto de mi caravana. Me quedé sólo con mi montura. Resistimos el embate de la arena salada, sin lluvia... sin agua. Se nos terminó cualquier resto de agua y desfallecíamos. Enloquecí... consideré la idea de matar a mi caballo para beber de su sangre... mas no podía, no tenía cómo hacerlo... liberé de riendas y montura al noble animal, moriríamos juntos...
El andar era ya casi imposible. Ensordecido tras la tormenta, todo se hizo silencio repentino.
No escuché nada por un largo trecho.
Mi propio caminar era silencio.
Todo se apagó.
Mi caballo cayó fulminado por un portentoso rayo. Yo perdí el conocimiento ahora que la razón se me escapaba. Moría. Caí cuan largo era, debilitado...
Antes de perder por completo el conocimiento, me alcancé a tocar el brazo porque una sensación me recorrió inesperadamente... era una mordida.




No sé cuanto tiempo pasó. Se hizo de noche.
El silencio se interrumpió por un creciente sonido de tambores y un ritmo repetitivo y energético. Un poder que sentía provenía del ombligo. En mi agonía me pareció ver una visión: Una mujer bailaba, moviendo su vientre y su rostro cubierto de velos. “Es ella”, pensé cuando el sonido se hizo ensordecedor. Al principio con rapidez, posteriormente en forma más lenta, con cada latido, el veneno me recorría cada parte de mi cuerpo, adormeciéndola dolorosamente.
Los oídos me dolían. El ruido de los tambores eran como cascos de caballos en tropel sobre discos de metal.
“Yilan” escuché cada vez con mayor claridad la voz de ella. Me gritaba. Entre su voz femenina, unos cantos de hombres me recordaron aquellas noches de ronda en la caravana de nómadas del desierto. La miré. Me levantó en vilo y me llevó al campamento.
Cuando amaneció, me encontraba en un espacio encerrado, sin embargo era bastante oscuro, alto y esférico, como si estuviera tejido. Ella venía y me curaba, me tocaba la frente. La caravana seguía moviéndose. Yo sentía el movimiento.
Tras días nos detuvimos.
En las noches se encendían fogatas. Parecía cada noche motivo de algarabía. Cuando descubrí el motivo, descubrí que estábamos en un oasis.
“Yilan --me llamó--: Estamos en el lugar donde el mar se concentra” me dijo la odalisca con felicidad, acariciando mi piel. Desde entonces hemos permanecido aquí. El oasis es hermoso, y es como un cuenco gigantesco, o al menos así me lo parece a mí.
Ella me ha dado el mar de regreso. Este es el horizonte marino que ahora nos pertenece.
Soy feliz en el cesto sintiendo la voz, las caricias de mi odalisca. Baila para mí, se menea como serpiente... estoy hipnotizado en su mirada, en su ombligo.
“¿Volverá el otro mar?” No lo sé. Mi condición de Yilan no me permite preocuparme demasiado por asuntos humanos.


Nota.- Yilan es una palabra árabe que significa “Cobra”.




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Daniel Navarro (México, 1953). Posee una Licenciatura en Biología de la UNAM, Maestría en Ciencias (TAMUK), y candidatura a Ph. D. de Florida University. Interesado en la preservación de la naturaleza, particularmente de gatos salvajes, murciélagos y árboles tropicales. Escribe cuento, novela y ensayo.

sábado, diciembre 17, 2005

Desdecir

Amenaza con no tocarme más, mientras sea yo una impía.
Amenaza con no beberme hasta secar todos los labios de mi cuerpo.
Amenaza con no quererme; dice que no puede, que no se le antoja y que si aún el cuerpo se lo provocara, no sería justo. Que no puedo desearlo tan sólo por el placer de tenerlo. Que no puedo saciarme de su corriente seminal si no voy a abjurar. Tengo que confesar, y dejar de ser hereje… y dejar esta apostasía que lo hace llorar manantiales.

miércoles, diciembre 14, 2005

Premio “Pepe Fuera de Borda” para Yolanda Arroyo Pizarro

La escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, 1970) acaba de ser reconocida con el primer premio del concurso “Pepe Fuera de Borda”, en su segunda edición, por su cuento “El coleccionista de latidos”, según dio a conocer este 27 de noviembre la página homónima de Internet que concede este reconocimiento.


Escritora y docente puertorriqueña, Arroyo Pizarro es instructora educativa de tecnología en la Universidad del Turabo. Ha escrito ensayos para la página de literatura Ciudad Seva y columnas para los periódicos El Vocero y La Expresión. Es autora de un libro de cuentos, Origami de letras, y una novela, Los documentados. Su cuento “Rapiña” fue publicado en la edición 132 de Letralia.com.


El concurso “Pepe Fuera de Borda” fue creado en 2004 para premiar relatos inéditos, escritos en español, con argumentos relacionados con la navegación, el mar y otros temas afines.


En esta segunda edición el jurado estuvo constituido por el uruguayo Luis Nin Estévez, los argentinos Corcho Daroqui, Héctor M. Wrublewski, Juan Carlos Domínguez Yela, Roberto Cimadevila y Fernando López Albarellos, y los españoles Íñigo Sainz de Baranda y Juanjo Palacios. Además se contó con la asesoría técnica literaria del escritor, dramaturgo y compositor argentino Eduardo Goldman.


El jurado otorgó el segundo premio a “El cofre de hielo”, de Héctor Daniel Rodríguez, y compartió el tercero entre “No sé qué contar”, de Bernardo Rusquellas, y “Sobre el viento en la noche”, de Jorge Eduardo Lacuadra, todos autores argentinos.


Además se concedió menciones de honor a “Más allá del miedo”, del español Marcelo González; “Mar de Mercurio”, del argentino Sergio Turovetzky; “El mascarón de proa”, de la chilena María Luisa Landman Rodríguez; “Vértigo”, del panameño David C. Róbinson O.; “Carta a Cecilia”, del uruguayo Juan Martín Giansanti, y “La calavera de cristal”, del argentino Germán Gustavo Diograzia.


Tanto el cuento de Arroyo Pizarro como los que recibieron los demás reconocimientos, están publicados en la página Pepe Fuera de Borda.


Fuente: Pepe Fuera de Borda

Enlace en Letralia: Letralia Tierra de Letras Año 10 No. 135