Soy una abandonada. Me cuesta decirlo, pero lo soy. No me ha sido simpático aceptarlo, incluso después de tanta terapia sicológica.
Que tu propia madre, a quien se supone le caigas bien desde que te trae al mundo, te haya dejado con otros para irse de parranda perpetua, no es un sentimiento para nada complaciente. Es la primera vez que lo acepto así, sin tapujos, sin etiquetas eufemistas. La cabrona me abandonó, se fue y me dejó, pero al menos, para mi fortuna, fui a tener a buenos brazos, a los de mis abuelos.
Entro en esta reflexión intimista porque hoy, precisamente, hicieron un círculo de oración en el lugar de trabajo a donde fui a dar un taller. Vega Alta. Estuve conduciendo desde las cinco y media de la mañana para evitar el tapón y llegué tan temprano que luego tuve que sentarme en el auto a esperar como tres horas. No me fue tan mal la espera. Escuché radio y me leí el manuscrito de un gran amigo a quien veré el viernes. En fin, lo del círculo de oración ecuménica era un acto de solidaridad por las víctimas de la violencia doméstica. Mientras todos bajaban las cabezas y oraban, unos en voz baja, otros en voz alta, otros con estruendos, dando saltitos y levantando sus manos, yo preguntaba ¿dios, dónde estas, por dónde andas?
Por supuesto que reflexioné y pedí lo imposible en algo así como un rezo malogrado: que no murieran más mujeres ni que sufrieran por el abuso físico o verbal. Ya estaba bueno, pero seamos honestos. Es un pedido sordo a una deidad sorda que se empeña en ignorarnos. Quizás es como dice mi amigo y colega escritor Isaac Cazorla: Dios es una mujer incomprendida. O quizás deba irme mejor por la línea del gran Carlos Esteban Cana cuyo fabuloso trabajo acaba de publicar en Bocetos de una ciudad silente: Día Internacional contra la Violencia de Género: Breves y sencillas reflexiones acerca de una epidemia. No sé, es todo tan confuso.
Imagino que habrá más abandonados como yo, con mejores o peores historias, que también se preguntan si es violencia este abandono injustificado. No lo entiendo. Siempre fui buena chica, siempre saqué buenas notas, nunca salí embarazada en la adolescencia e incluso esperé hasta los 17 para perder el himen. A pesar de eso, no me quisieron, no me quiso la mujer que me cargó nueve meses dentro de ella. Es algo que nunca entenderé. Sin embargo, ser parte del grupo de abandonados me convierte en un paria. Soy parte de una raza peculiar, soy una excluida. Quizás mi fobia a las pérdidas tendrá algo que ver con ello. Quizás, a partir de hoy, me haga bien comportarme a la altura de ser una abandonada más en el mundo. Aceptar el asunto. Actuar en conformidad.
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