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viernes, octubre 26, 2007

A propósito de Karla Suárez


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Foto: Daniel Mordzinski


Durante el pasado encuentro Bogotá 39, a Karla Suárez y a mí nos acusaron de ser las más despeinadas. No tengo idea de dónde se saca la gente tales conclusiones. En fin, que la despampanante cubana estuvo disertando sobre su última novela y a propósito de La viajera ha dicho:

“Cómo nacen las historias es siempre un misterio, pero más misterioso aun es cómo nos dejamos llevar por ellas y caemos en la trampa de los personajes que, mientras más pasa el tiempo, más crece mi sospecha de que en realidad son ellos quienes existen y el escritor no es más que una ficción obra de sus mentes, algo necesario para llevar sus vidas al lado de acá, digamos que una especie de médium o de moderno esclavo al servicio de los seres que habitan la verdadera realidad.

Los personajes son autoritarios, independientes y caprichosos, al menos así han sido todos con los que me ha tocado lidiar. Por ejemplo en La viajera, mi última novela, la protagonista se llama Circe y es una mujer que viaja por el mundo buscando una ciudad donde detenerse. Soy de esos que no pueden comenzar a escribir hasta que no “escuchan” la voz de los personajes (se ve que ya me asumí médium), pues la tal Circe empezó a hablarme y cada día se fue haciendo más presente hasta que llegó el momento en que consideré que la conocía lo suficiente como para empezar a escribir sobre ella. Y comencé. Tenía claro el inicio de la novela, que es en realidad casi el final de la historia. Luego tenía anotaciones sobre futuros personajes y escenas, algunas ideas y la certeza de que sólo la escritura esclarece lo que va a suceder. Con todo esto partí calculando que no demoraría demasiado en terminar.”


El site Losnoveles.com ha publicado un fragmento de otra de sus obras, Silencios. Por aquí va:

“Después del incidente en la escuela, me convertí en aliada de la profe de Literatura y enemiga secreta de todos los demás. Ellos me miraban como a un bicho raro, la flaquita de los ojos claros y los labios gruesos, paliducha y despeinada, que se sentaba al final de la fila y a quien nadie quería besar. Eso era yo.

La profe de Literatura siempre se acercaba preguntando por mi madre y mi abuelita. Yo inventaba historias fenómeno y ella me prestaba libros. Un día dijo que la belleza de las personas no estaba en la apariencia y me regaló El principito. Entonces comprendí muchas cosas y me dediqué a demostrar mi superioridad. Cuando pasaba junto a un grupo y alguien dejaba escapar un «marimacho», yo me detenía, los miraba con desprecio y me alejaba diciendo que «lo esencial» era «invisible para los ojos», mientras sonreía irónicamente dejándolos a todos con sus caras de idiotas y sus risitas de quien no comprende nada.

El tipo de mi clase que más odiaba era el Ruso, le decían así porque su madre era soviética y él había nacido allá. Era el bonito del aula, el que todas las muchachas querían como novio, el líder de los varones que se sentaba en el patio a hablar mal de su país natal, cuando todo el mundo hablaba maravillas, mientras su madre vendía de contrabando los productos comprados en la diplotienda, como toda buena rusa divorciada de cubano.

El Ruso fue el que me bautizó «marimacho». Él era el dueño de todos los bautizos y de la mitad de la merienda de las niñas que llevaban merienda, y el primero al que soplaban los exámenes; era el emperador de mi año y por eso lo odiaba más. Las muchachas en cambio lo adoraban porque era alto, rubio, bonito y además cambiaba de tenis todos los meses. Ellas andaban en manadas. Un grupito de niñas bonitas, acompañadas de otras feas que se encargaban de llevar los recados de los muchachos hacia ellas. Otro grupito de niñas calladitas que siempre hacían las tareas y eran monitoras de todas las asignaturas. Otro grupito de brutas y envidiosas del primer grupo. Y yo, que me sentaba en el fondo a pintarlos a todos mientras ideaba formas de divertirme a sus espaldas. A las niñas les metía ranas en las maletas a la hora del receso, o mojaba sus pupitres para verlas gritar en cuanto se sentaban. A los varones les metía tachuelas o les echaba tinta de mi bolígrafo. Yo sabía moverme sin que nadie lo notara y así todos pensaban que era el Ruso y su clan, y bajaban la cabeza sin mayores aspavientos. Pero mi venganza no era con todo el mundo. Los idiotas eran idiotas y con eso les bastaba, yo me divertía con los que le sonreían al emperador aceptándose siervos, porque en el fondo lo que me hacía gracia era ver la cara del Ruso mirando los rostros para tratar de descubrir quién era hereje a sus espaldas.”

Fragmento de la novela Silencios (Lengua de Trapo, 1999)
Los noveles

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