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martes, noviembre 13, 2007

Cuento: Ébola
Por David Caleb Acevedo

FELICIDADES, DAVID!!!


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Ébola

Por David Caleb Acevedo
Cuento Mención de Honor
Certamen El Nuevo Día 2007


Te hiciste camino entre las sábanas de la única cama que había para ustedes dos. Lo sabías, Rolf Mckenzie, que dos cuerpos juntos lo único que logran es la ausencia de toda palabra posible e imaginada. Allí, en el silencio de aquella cama queen, rodeados del mosquitero que los aldeanos les proveyeron, allí en el corazón de África, hiciste el amor con tu compañero, Charlie Goddard. Y allí, sin poder atisbar la infección que se apoderaba de su cuerpo, te hiciste camino dentro del suyo, apartándole las nalgas mientras le mordías el lóbulo derecho, sin decir palabra alguna, sin hacer gemidos ni ruido, sólo el silencio del ébola.

Tres semanas antes te habían llamado de la Corporación para que fueras a África a investigar una nueva variante de la cepa Marlburg, la cual había reaparecido entre una banda de chimpancés del Congo Sur. Unos nativos hallaron los cadáveres de los simios como bolsas de sangre, con todos los órganos hechos líquido. Unos días después, fueron los nativos los que murieron desangrados por los ojos, los oídos y el culo, por entre las uñas y la piel, por cada abertura natural del cuerpo por donde puede pasar una gota de sangre sin perder su esencia. Quedaste enamorado y dijiste que sí, que aceptabas hacerte cargo de la investigación. Llevabas a África entre cuero y sangre.

El primer día fue el peor, pero no más que la primera noche. África se te pega en la piel como el silencio, la humedad y la muerte. Los mosquitos parecían traspasar la tela del mosquitero, o a lo mejor se teletransportaban a través de ésta, para hincar sus agujas en tu piel desnuda, porque no soportabas el maldito calor y esa cama tan grande era capaz de contenerte si no te mantenías alerta. Charlie llegó al otro día. Ese muchacho escuálido, descendiente de irlandeses, en cuyo cuerpo cada músculo y gramo de grasa tenía un propósito y un lugar; aquel muchacho de no más de 26 años, con la mirada cansada y sabia de 86, aquel muchacho te ofreció la mano, pero no te dijo nunca “un placer conocerle”, porque en África el calor se te adhiere a la piel como una maldición que se come los modales y la modestia. Charlie, según observaste, llevaba puesto unos pantalones cortos cargo, unos mocasines sin medias de ningún color importante, y una camisilla negra que lo salvaba del bochorno del sudor entre las axilas de una camisa. Demasiado joven para esta investigación, pensaste cuando viste su mohawk semi rubio, semi negro –en el caso de un irlandés nunca se sabe- y su pantalla en la oreja derecha.

-¿Dónde puedo dejar mis cosas? –preguntó, como queriendo realmente preguntar, ¿dónde se supone que voy a dormir?
-No sé qué decirte, chico. Esta la única cama en todo el campamento. Según me dijeron, el gobierno pensó en darnos lo mejor que tenía a nosotros dos, que somos los directores del programa. Los demás catres están en las barracas de los guardias y de los otros empleados, si quieres dormir allá. Pero no tienen mosquiteros.
-scoff- odio los mosquitos -sentenció, dejando caer sus dos bultos negros al lado de la cama sin ningún reparo en modales ni sensibilidades absurdas.

Comenzamos a trabajar a los dos días de él haber llegado. En el campamento había una estación completamente sellada con tres niveles de entrada: en el primer nivel nos desnudábamos, inspeccionados nuestros cuerpos por personal del campamento en busca de heridas o aberturas recientes en la piel. Ya a ese nivel nos ponían la vestimenta de cirujano, recogiendo nuestro cabello hacia atrás con un gel especial para ello, para luego ponernos un gorro en la cabeza. Me puse la máscara de filtro y le hice un ademán de buenos días a Charlie, que por supuesto, no contestó. Luego entramos a la cámara del segundo nivel, en donde nos ataviaron con un traje de plástico y un tanque de oxígeno que duraría exactamente 3 horas, 39 minutos y 2 segundos, no más, pero sí menos, dependiendo del ritmo de nuestras respiraciones.

Ya en el tercer nivel, nos pusimos los trajes de astronauta. Charlie me volteó para revisar que no hubiera tajos en la parte de atrás de mi traje, y yo hice lo mismo con él. Luego la contraseña, y la puerta eléctrica se abrió para dar paso al laboratorio, en donde todo estaba contaminado, sin importar los antisépticos, ni los sprays de Lysol o Clorox, ni el mucho cuidado, porque cuando se trata de chimpancés en sus últimos respiros concientes de vida, no hay tal cosa como sanidad absoluta. Tampoco algo que tan siquiera pueda acercarse a ello. Y es que el ébola es una muerte que se corre en el aire, una verdadera peste silente al olfato.

Los primeros días transcurrieron con absoluta normalidad. Entre aguja y pinchazo en la vena de un animal, Charlie se tiraba su irlandesa broma formal, que siempre comenzaba con “un hombre le decía a otro”, la cual yo siempre ignoraba, pero sólo luego de mirarlo a los ojos con rostro de hastío y “cállate ya que me apesta tu presencia”. Terminábamos de analizar las muestras de sangre y tratar de aislar el virus –lo cual nos tomaba cerca de ocho horas y tres cambios de tanque de oxígeno, lo que representaba ir y venir desde el nivel I tres veces al día-; para luego retirarnos a cenar, en el caso de Charlie enrolar un cigarrillo de mezcla inglesa, fumar y quejarse del terrible destino que le acaeció a Irlanda del Norte, donde vivía su madre. Pensé en lo terrible de un destino que no pueda ser inefable, para mí la oscuridad es un alivio, y el ébola, un virus sabio, probablemente milenario, y muy cansado de cargar con el peso de millones de años de aberraciones genéticas y de adaptarse para sobrevivir. Por ello esperaba con ansias bajo las sábanas de aquella cama queen, sólo dejando mi ojo izquierdo al descubierto para poder verlo mientras se desnudaba y se acostaba a mi lado, no tan cerca, pero bastante. Su cuerpo olía a humo y sudor, porque contra todas mis recomendaciones, Charlie no se duchaba antes de acostarse.

Lo que pasó, tuvo lugar el tercer mes de repetir la misma rutina de todos los días. Una tarde, cuando volvían del campamento notaste algo en la parte de atrás de su traje de astronauta. Había un rasguño. Pensaste en que jamás lo verías nuevamente si decías palabra alguna. Lo meterían en el “submarino” de cuarentena que tenían detrás de las barracas y el laboratorio. Extrañarías su mirada de reproche ante cualquier broma de las tuyas, su cara de asco cada vez que le llegaba algo de humo cuando fumabas, y sobre todo, cómo se hacía el dormido bajo las sábanas cuando te desnudabas por las noches. Esa noche te acostaste en la cama y lo miraste fijo a los ojos. No hubo palabra entre ustedes. Comenzó a llover y las gotas se hacían mar cayendo a chorros por entre las tablas de madera del techo de la choza. Fingiste frío y lo hiciste muy bien, porque algo en sus ojos ablandaron su seriedad tan hermética como aquel laboratorio. Levantó la sábana y sólo entonces viste que él también estaba desnudo.

Rolf Mckenzie se abrazó a su compañero haciéndose camino en el silencio de la lluvia. Mezclaron átomos con una ternura que sólo el silencio podía hacer posible, y sólo entonces, en el justo momento del orgasmo compartido, entendieron que el ébola, como la muerte, sólo necesita un pequeño momento de intimidad.

2 comentarios:

  1. Excelente ambientación y prosa. Te felicito.


    Emilio

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  2. Un cuento de calidad, profundo, bien desarrollado, cautivando al lector de principio increscendo al fin. Esa intimidad... Muy bueno

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