Encarnada
por Zurilma Ortiz
El ritual estaba prohibido, pero sus entrañas le decían que el tiempo había llegado. Encendió una vela roja y el incienso, estos la protegerían del mal. Colocó el ramito de cruz de marta en el vaso con agua. Puso en la tablilla el montoncito de clavos y junto, un par de palitos de canela. No sabía si rezarle a Icanti a Ochun o aquel nazareno clavado en una cruz, lo único que sentía eran ganas de sentirla, de olerla.
Abrió la caja de zapatos donde guardaba cosas importantes. Estornudó cuando removió los papeles. Había tarjetas, algunas taquillas del cine, incluso una servilleta con el número de algún pretendiente y debajo de todo, la encontró. Le dio una punzada en el estómago cuando empezó a mirar la imagen que ya lucía opaca y algo quebradiza entre sus manos. Ya no tenía ni cuenta de los años que no la veía. Era hermosa, con unos ojos enormes y muy negros. Los rizos, mejor dicho, los caracoles que cubrían su cara, la sonrisa de diosa, dientes blancos e inmaculados y aquellas manos fuertes que cocinaban, lavaban y acariciaban, todo al mismo tiempo.
La abandonó. Un pensamiento de culpa cruzó su mente, pero a partir de ese día pondría fin a tanto desamor. No podía ser pecado volver a ver aquella figura. No importa lo que le habían dicho en el ministerio. El reverendo Aníbal no sabía lo que le pedía. “No se venera a los muertos, no se les ve más y tampoco se les visita” eso repetía siempre. “Ya ellos no están en este mundo” refunfuñaba cuando yo trataba de cuestionar sus preceptos.
Pero ella le amó tanto, la llenó de amor, de mimos, de regaños y de comida. Siempre olía a batatas. Sonrió cuando recordó lo mucho que le gustaba meterse a la cocina y engullirla de todas la cositas que le encantaban. “Pa’ la nena y como le gusta”. Que osara alguien tocar algo de lo que le había dejado para que merendara después de la escuela. Volvió a sonreír. Después empezaron los olvidos, la estufa prendida y los calderos quemados. La perdida de nombres, recuerdos y de sentimientos. Y luego llego el adiós.
Colocó la foto entre las flores y los palitos de canela. Pasó mucho rato observando aquel altar que había preparado sólo para ella. “No sabes como deseo sentirte, déjame saber de algún modo que estas aquí. Cuando quieras, cuando te sientas a gusto. Pero no me dejes sola. Te extraño”.
Recordó de pronto que al altar le faltaba algo. Un regalo especial que le había conseguido. De una bolsa de compras blanca, sacó un caparazón de juey, sin el animal dentro. Un cucurucho vacío. Regó arena por todos lados y mar por toda la esquina. “Mira mami, sabes que creo en la vida después del adiós y por eso te lo traje, por si algún día quieres usarlo y caminar por ahí”. Movió la cabeza de lado a lado pensando en lo alocado de sus ocurrencias. Tomó la foto entre sus manos, la acarició y sonrió. Mañana le traería otras flores y prendería otra vez la vela. Mientras se alejaba, el olor a batata impregnó la casa.
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Gracias Zurilma, por escribirle esto a mi Petronila.
El pasado 5 de diciembre hubiera celebrado su cumpleaños número 95.
ZuUu, sigue cultivando el arte, en realidad me estremece cada relato. Cuídate mucho, friend!
ResponderBorrarEd
¡Este cuento es precioso! Me encantan las texturas que se transmiten, las descripciones y esa búsqueda tan humana de algo más allá de la muerte.
ResponderBorrarsimplemente hermoso!
un abrazo a la autora y a la escritora fabulosa que sirvió de inspiración!
Zurilma, con un relato sencillo y detalles cotidianos, logras despertar los nervios dormidos de la sensibilidad. Agradecida por la experiencia, te felicito.
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