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lunes, mayo 03, 2010

El muerto en motora que vio Mayra Montero

Más allá del carnaval de condolencias y polémicas por el asunto realisimomagiciento del muerto en motora portorricensis, este escrito de Mayra Montero me ha conmovido hasta el tuétano.

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Estoy en el velorio de Matatán.

Pienso que tiene que haber una sabiduría en esto. Siento que hay algo ahí. Unas claves que no están disponibles para todo el mundo. No sé de qué se trata, no lo puedo adivinar, y eso es lo que garantiza la supervivencia de un mundo diverso. Si fuera tan fácil, si yo rápido les cogiera el juego, pues otros también podrían hacerlo. Y lo cierto es que esta gente es indomable. No digo buenos o malos, no entro en eso. Sino que tienen sus códigos, su manera de asumir la muerte, de comunicarse entre sí y excluir a los intrusos. Son las cualidades de una buena trinchera.

La funeraria de la calle Francia, durante esas horas en que han velado a Matatán subido en su motocicleta, es pura trinchera. A las 10 y 45 de la mañana, cuando llevo casi dos horas sentada en un rincón discreto de la capilla ardiente, oigo una música ensordecedora. Me levanto y salgo al vestíbulo, y diviso la Expedition blanca, trepada por sus pantalones en la acera, con todas las puertas abiertas. De allí sale la música que lo inunda todo, la calle, la funeraria, y hasta los áridos almacenes de metales que hay en los alrededores. El sonido tiene tal volumen, que es imposible hablar, así que nadie habla. La mayoría de los que esperan en la calle fuman y cantan la canción de Tito Rojas, que es una especie de salsero necrológico: “No me lloren que nadie es eterno”.

Cerca de las once, al pasar frente a la funeraria, algunos carros se detienen bruscamente. Sus conductores, con los rostros duros, hacen rugir los motores para poner tensión, no sé si en señal de duelo o en señal de desafío. Me pregunto si hay olor de venganza, me pongo en guardia, pero no siento nada. Otro motociclista -vivo- acelera su motocicleta, levantando una humareda atroz.

Tito Rojas sigue cantando frases para la ocasión y una mujer me coge por el brazo: “Venga, venga para que conozca a la mamá”. Allá vamos las dos, y antes de entrar de nuevo a la capilla, me señala a una mujer, casi escondida detrás de una puerta. Es más joven de lo que esperaba y habla por su celular. Me mira con curiosidad, le digo que lo siento mucho, está serena y tiene prisa. Dice que sí con la cabeza y se aleja camino del parking.

Quizá era muy temprano cuando llegué a la funeraria. Pero en ese momento no pude hallar a ningún familiar de Matatán en la capilla ardiente. El lugar estaba lleno de curiosos, gente que se tomaba fotografías con el difunto. En eso se me han ido las horas: mirando a las personas, la disciplina con que hacen la fila, le dan su cámara o su celular al que está al lado, y piden que los retraten mientras posan con el difunto. Me he fijado sobre todo en la expresión que ponen. ¿Qué cara tiene la gente que decide retratarse junto a un muerto? No hay sonrisa, pero sí un rictus que quisiera serlo. Ponen esa expresión limítrofe, entre el horror y el júbilo, algo que al final no es nada: azorados se quedan. En el rato que estuve en la capilla ardiente, decenas de personas se llevaron esa foto de recuerdo junto al último Matatán, inclinado en la moto, precipitándose al vacío, apurado por llegar a un infinito que ya no se moverá de allí. Su gesto, el de Matatán en la máquina, es la mejor abstracción que me ha tocado ver en mucho tiempo.

Delante de mí, una mujer pone la mano en la espalda del difunto. Me pongo nerviosa. Le da unas palmaditas y comenta: “Esto es tela”. Qué horror, señora, ¿cómo que tela?, es la espalda, la fenecida espalda. Al cabo de un rato, llega un tipo grueso, con las gafas de sol puestas sobre la nuca, como si tuviera otros dos ojos allí. Alguien me indica que el recién llegado es hermano de Matatán. Lo acompaña una muchacha alta y fina, de rostro exótico y pómulos perfectos, parece tártara y empuja un cochecito con un niño que balbucea que se quiere ir. La madre le sonrie, se inclina para besarlo, y por encima del mahón asoman las tiritas de su gistro negro. Eros y Thanatos.

El niño lanza una pelota que va a parar a los pies del difunto. El hermano de Matatán, muy contenido, dice en voz baja: “No me molesta que le tomen fotos, pero no lo toquen”. Supongo que ese hermano es Bebo. Hay coronas muy humildes, que con el calor se han marchitado rápido. Una, “de tu hermano Bebo”. Otra, de tu madre Marilyn. Otra más, de tu hermana Verónica. Y la corona que mandó la Cafetería Mis Hijos. Iré algún día por allí.

Antes de salir, me acerco de nuevo a Matatán para mirarle las manos, la oreja que luce demasiado tensa. Una viejita de la calle Guayama se me aferra al brazo. Me pide que me incline para decirme algo. Es muy mayor, me doy cuenta de que se puso lipstick expresamente para venir a este velorio. “¿Ya cogieron al que lo mató?”, susurra, misteriosamente.
Se acerca la hora del entierro y sospecho que Matatán se esfumará antes de que lo bajen a la fuerza. En la vida real era David Morales. Sus amigos de la mensajería van pasando con el casco puesto. Todos llevan mochilas con paquetes y sobres que hoy llegarán con algo de retraso.

Fuente: http://www.elnuevodia.com/bloguero-mayra_montero-690797.html 

3 comentarios:

  1. La verdad que la foto de ese difunto ha corrido todo el mundo.

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  2. Cuando leí el artículo de Mayra me estremecí. Además que está bien hecho, es un reflejo del morbo que vivimos. Expresado y alimentado por los medios de comunicación y la falta de sensibilidad. A la misma vez, hemos aprendido a reírnos porque no podemos evitar lo que culturalmente está sucediendo en nuestro país.

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  3. Hola mayra soy bebo sinceramente no se que decir de tu articulo pero aun asi te agradesco tu humildad y respeto hacia mi hermanito si quieres me buscas en facebook como JD MORALES y te cuento mas del ser marabilloso que fue DAVID a pesar de su error al escojer sus amistades te dejo DTB.

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