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jueves, noviembre 25, 2010

La cocinera (cuento)

La cocinera
Por Yolanda Arroyo Pizarro


El último huracán redujo a escombros algunos de los tejados de zinc. Visito esta barriada hace más de tres años, pero ahora me doy perfecta cuenta que el reguero de palos de madera, escombros de ventanas de aluminio, derribos de materiales de construcción y demás porquerías, hace casi imposible mi acceso por el trayecto que antes había estado forrado de cohítre, cruz de maltas y margaritas silvestres. A pesar de esto, voy zanjando los pocos obstáculos que quedan para llegar a la fonda de los pedidos. Hoy no hay fila para que me tomen la orden. Es temprano. Hoy soy yo el único en turno.

Veo cómo ella dobla la mata de plátano sobre la masa aderezada de carne de res, garbanzos, jamones, pasas y pernil. Mueve la cabeza en señal de asentimiento cuando me ve llegar. Adula mi traje con corbata y mi nuevo recorte de pelo. Tú para tener treinta años, no te ves nada mal, me dice, debes tener varias novias por ahí. Yo me sonrojo, pero no bajo el rostro, porque eso sería como dejar de mirarla, y cada vez que llego a este sitio para recoger mi mercancía de temporada, todo lo que quieren hacer mis ojos es tragársela entera. La miro con nostalgia, con melancolía. La miro y hago un recorrido por sus condimentados ojos, la frente llena de especias y recao, el mentón pintado de sazón, el cabello canoso con pizcas de achiote. Sus arrugas de manos y cuello la hacen ver más sabia que la última vez que la visité.

Alega, vivaracha, que adicional a mis tres órdenes de pasteles de yuca, me ha incluido una docena de arroz con leche y canela, por si me gustan los postres. También me puso en la bolsa dos tembleques. Le agradezco la atención que ha tenido conmigo, ya que voy a tener visita de los Estados Unidos en el fin de semana y sé que les gustará probar todos esos platos típicos. Añado más conversación entre nosotros, porque me gusta escucharla. Me gusta oír el timbre de su añeja voz, verla hacer los gestos de vieja contenta y las gesticulaciones de anciana madama. La cocinera seca las manos en el delantal, pone a un lado el pilón y el mortero y se me queda mirando.

Debes dejar de venir aquí, si te hace daño, me aclara con voz dulce. Yo hago el gesto este como diciendo, de qué hablas, no me pasa nada, estoy bien. Ella insiste: Si me parezco tanto a tu mamá difunta, hasta el punto en que se te aguan los ojos cada vez que entras por esa puerta, tienes que parar de hacerlo. Sabes que venir a comprar esta comida de navidad es solo una excusa. Mírate esos ojos, mírate cómo te has puesto de nuevo.

Me abraza. Yo hago lo indecible por no quebrarme. Sin decir nada me entrega los productos confeccionados en su fogón de cocina y me cobra. Me revuelca el cabello. Habla bajito y me dice: Muchacho, ya sanará.

A ese punto, mi boca es una silueta apretujada realizando una mueca para no romperse en mil cantos. Hago así con la cabeza, como diciendo que sí. El traje y la corbata empiezan a mancharse de gotas.

Me voy. Me concentro en las bombillas colgadas de los árboles, que prenden y apagan con colores llamativos. Camino pausado de vuelta al vehículo, esquivando los cascajos y escombros que dejara en el camino el último de los huracanes de mi islita. Espero que sane, espero que se me pase. Porque ya van tres navidades. Soy un hombre grande que extraña a su mami.

1 comentario:

  1. Yolanda:
    Qué mucho me gustó, se me aguaron los ojos.
    Gracias por evocar esos sentimientos en mí.

    Arlene

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