Con los nuevos amores pasa lo mismo que con los nuevos años. O sea, cuando cumples años te miras al espejo y te das cuenta que allí hay una cosita nueva que no estaba antes; una nueva arruga, una nueva cana, una nueva mancha solar o verruguita de esas que salen con la madurez.
Con el amor nuevo, fresco, aspirable se da cuenta una que te laten cosas nuevas, lugares nuevos. De chica, me latía el corazón acelerado cada vez que veía al monaguillo del barrio pasar en su bicicleta swim con aros niquelados. Me colocaba dos dedos en la base del cuello y sentía aquella correntía de fluidos que se disparaban sin pena alguna, hacia mi musculo pectoral. Ya cercana a mi veintena, me latían otros músculos más al sur si la nena del colegio me invitaba a jugar volleyball, o si me ofrecía la mitad de su empanadilla de pizza.
El día de mi primer matrimonio, me latían las manos, evento fisionómico que lograba que éstas también me temblaran. El día que nació mi hija Aurora, me latían los pechos con la fuerza de una represa abierta, llenos y pletóricos de fluidos que casi querían partirle la boca, por tanto sentimiento que llevaba para ella mi calostro.
Y como decía, con el nuevo amor, con este amor que me ha devuelto la vida y la fe en el mundo, me laten otros lugares dentro del universo de mi cuerpo. Me laten planetas en las rodillas. Me laten planetas en el dedo gordo del pie. Gracias Zorra del Principito, por hacerme latir con tus nuevas expediciones galácticas.
Amar no es la pregunta, pero con quién siempre será la respuesta. Que nunca se acaben las sacudidas, y los latidos, porque los que andan de anestesia no saben vivir.
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