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miércoles, abril 13, 2011
Enjabonamientos y recuerdos bestiales en ‘Ojos como de hombre’ de Max Chárriez
Enjabonamientos y recuerdos bestiales en ‘Ojos como de hombre’ de Max Chárriez: Aproximaciones a una novela policíaca queer
Por Yolanda Arroyo Pizarro
La única vez que vi a un hombre apuntar con un arma de fuego, yo tenía 19 años. Me hospedaba en Summit Hills, urbanización cercana al centro comercial San Patricio Plaza, mientras estudiaba el bachillerato en Gerencia y Mercadeo en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. El hombre, un policía retirado, dueño de varias estaciones de gasolina en Guaynabo, se apuntaba a sí mismo y amenazaba con quitarse la vida.
La novela ‘Ojos como de hombre’, escrita por Max Chárriez, me recordó aquella historia. Y se parece muchísimo a aquello que alguna vez viví. En los ojos de aquel hombre del pasado, hombre/bestia, encontré los ojos del ministro religioso de esta novela. Pude sentir empatía con Sánchez, el atormentado pero muy lúcido agente del CIC, eje central de la trama, en medio de su Quest for Camelot, de su crecimiento, de su re-descubrimiento. Pude identificarme con García, la mujer policía que resguarda su intimidad y la existencia de la pareja-compañera-amada. Pude encajar el quid de la cuestión con la futura ex esposa, su incomprensión, desconcierto, su confusión.
Para cuando Chárriez menciona la magistral frase, cínica y triste, “el ministerio de la Viagra” refiriéndose al licencioso proceder a cuenta de nadie, que se ha forjado el pastor con su iglesia, sus seis esposas, sus quince hijos y sus demás secretos, la novela ya ha tomado un matiz de denuncia que la coloca en un lugar, me parece a mí, de prominencia.
Hay varias – muchas– escenas de violencia que exigen un tono menos explícito para los más cándidos, pero para nosotros los transgresores, los denunciadores de abusos, son escenas necesarias, artísticas, pintorescas incluso. Sin embargo, hay una escena homoerótica de una madurez y dulzura extrema, aquella que nos recuerda dos cuerpos adornados por la timidez del hallazgo, aquella en que se recita la instrucción: “Enjabóname la espalda, sácame la pintura.” Aquí los cuerpos se niegan a volverse animales y comparten esa ternura del develamiento. Aquí no hay bestias, o por lo menos, no las bestias apocalípticas que se usan para manipular a los laicos.
¿El corazón? Es mío, yo me lo gané.— es la única frase que emite la víctima y con este cierre pude sentir compasión por la niña, aquella que dibuja su testificación de los más atroces crímenes, en lenguaje silenciado. Y sentí, a su vez, envidia, una envidia por cierto, que es discutida en la propia novela, y que siente Sánchez, y que sentimos todos los que en algún momento quisimos, o hemos querido, ser ángeles vengadores.
El hombre de mi recuerdo, aquel de la pistola en Summit Hills, exigía a mi roommate que mintiera y que alegara que él no era pedófilo. Exigía que ella revertiera la confesión que había hecho sobre él frente a hijos, hermanas, esposa. Quería que ella dijera que no era verdad que él la violaba desde los 6 años, que jurara que él no la había ultrajado repetidas veces al día desde que ella regresaba a su casa del kínder, de primer grado, de segundo y así. El ex policía amenazaba con darse un tiro, allí mismo, frente a nosotras, si ella no decía que la confesión era mentira.
Pude, al igual que el protagonista de la novela de Max Chárriez, intuir quién—quiénes habían sido ‘el dios de la venganza’ de este nuevo evangelio declarado. Porque si algo logra esta novela, es dejar que uno se monte en los zapatos del que sufre, del que siente, del que se desquita. Y quiera imitarlo.
Escrito el 13 de abril, en el aire, camino a la escala de Dallas a ver a mi hija, antes de arribar a Costa Rica.
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