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jueves, mayo 17, 2012

Borealis (cuento de Yolanda Arroyo Pizarro en revista CRUCE)



Borealis
por Yolanda Arroyo Pizarro
dedicado a Cristina Rivera Garza

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Raia lleva caminando varias lunas. A veces, el grupo se detiene y ella mete hojas de cualquier arbusto a su boca. Quienes llevan las armas que detonan, les entregan un brebaje para evitar la deshidratación. Les dan un poco de agua para beber, pero no les permiten bañarse ni descansar por mucho tiempo. De vez en cuando, Raia defeca en las pausas de los descansos o se hace encima mientras camina. Los retortijones que le asaltan el estómago no conocen de itinerarios. Se presentan en cualquier momento. Entonces, Raia se dobla sobre el vientre, puja, se recuesta de algún tronco pocos segundos. Puja. Le sale la excreta, que le tiñe los pantalones y se le escurre por los muslos y rodillas. Se limpia como puede.

Todavía caminando a paso rápido, mete las manos por entre las nalgas, por las piernas. Intenta asearse lo mejor que puede la vagina. Se limpia, con los cogollos que tiene que echar a un lado, a su paso por entre la pluviselva. Arranca uno; se frota y, tan pronto la oportunidad le permite usar el agua, se lava un poco los dedos, que tienen mierda entre las uñas. Después, bebe de la vejiga de tela. Bebe y guarda silencio. No puede hablar en el camino. No puede quejarse. Camina otra vez. No puede tardarse en la marcha. Eso sí, quienes cargan las armas que detonan, les han permitido quedarse con unos brillantes papeles de colores, que ella y las otras guardan en los bolsillos. Papeles que saben a promesas, que las hacen soñar.


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Las plantas se comen otras plantas, los insectos más pequeños y la arena pantanosa. Ha llovido poco. Los restos de ramas, que cubren el suelo forestal y que, gracias al calor y la humedad constantes, se descomponen rápidamente por la acción de las termitas, los hongos y otros organismos, dan la bienvenida a los pies semidescalzos. Raia descubre, al cuarto día, que el soldado que vela por ella, y que la observa desde las palmeras y por entre las hojas anchas de la floresta, tiene más o menos su misma edad. Las facciones de su rostro son lisas y tiene mellas de dientes de leche, pecas y espinillas en el rostro. En los recesos de la caminata, él saca un juguete en tonos pasteles que es de madera y pende de una cabuya. Entonces, lo lanza hacia arriba y con el postecito que mantiene en su mano, intenta atraparlo. El soldado ríe con cada acierto. A menudo, observa a Raia. Ella cambia el rostro de dirección y cuenta aves, o aprieta su papelito brillante contra el pecho.

En las noches, solo algunas, el jefe de los soldados se acerca a ella y a las demás muchachas. Las estudia. Toca sus cabellos, les abre la boca y las manda a sacar la lengua. Escudriña sus dientes y la córnea de los ojos. Varias son del poblado de Raia. Otras vienen de poblados y vecindades adyacentes. Casi ninguna se conoce entre sí. Las colocan juntitas, en camas hechas de telas raídas, mientras los soldados duermen en hamacas. Uno que otro se queda despierto, velando y apuntando con el rifle. Rifle. Raia descubre que así se llama la cosa ésa que detona.

Las otras muchachas también poseen papelitos brillantes. En la mañana, al amanecer, se van mostrando los tesoros la una a la otra. Ríen muchísimo. Ríen gozosas y esperanzadas.

Sigue leyendo el cuento completo en http://revistacruce.com/letras/borealis.html

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