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viernes, septiembre 28, 2012

las Negras reseñadas por el Dr. Luis Felipe Díaz

Fuente original: las Negras de Yolanda Arroyo Pizarro





las Negras, de Yolanda Arroyo Pizarro

Luis Felipe Díaz/ Liza Fernanda, Ph. D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras

Son tres las historias que nos presenta Yolanda Arroyo Pizarro en las Negras. El título impone ya desde un principio la “l” minúscula, seguida de la “N” mayúscula, implicando que incluso el orden gramatical no subordinará el actante principal en su narrar que son: las Negras. Se nos advierte con ello además la primordial supremacía y relieve ofrecidos a ese sujeto tan subordinado y marginado por la historia, por la letra, por la palabra de los cronistas e historiadores oficiales; pero que esta vez no se saldrán con la suya privilegiando el Orden Gramatical de la cultura andronormativa nuestra (“las” es simple referencia gramatical-genérica pero vacía del genuino género; la importancia radica en “Negras”, ese signo de raza y color de piel.). También puede haber mucho de ironía en que se designe a esa raza por su color. El color que nombra el hombre que se llama blanco y se ve con la superioridad axiológica que porta ese color (el bien). También hay ironía porque quien quiere hablar es la mujer..."negra" (la mala).
La portada misma, con unas simples letras blancas que se leen arriba, es seguida por la impresionante foto de una mujer de raza negra en la proyección de una imagen correspondiente al gusto por lo africanista, y no por lo comercial moderno que, como sabemos, ha solido apoderarse de la iconografía de la negritud. Pero ni el fondo negro incluso supera la piel marrón del Ser que anima mediante su asomo, mediante su faz, los cuentos en toda su significación de la diferencia, del impresionante poderío iconográfico que lleva a exponer esa “otredad”, del ser más oprimido en la historia nuestra, la mujer Negra. Luego de repetida la espectacular foto en la segunda página, se nos expone una marginal iconografía de un friso, no griego, sino de la cultura africana, y los epígrafes siguientes nos ofrecen una gran advertencia. Se trata de cómo los historiadores han dejado la negritud fuera del lenguaje, de la memoria (pero estamos en momentos en Puerto Rico en que una nueva promoción escritural se niega a continuar en la invisibilidad y la borradura). El dolor, el sufrimiento, el ser en carne viva de esa primera mujer que fue arrancada de su hábitat natural habrá de prevalecer como (intra)historia. De ahí el estilo, en general, transparente y de crudo neo-realismo de los relatos. El laconismo y minimalismo del modo de relatar no opaca necesariamente la densidad y profundidad del sentir, de la experiencia que no ha sido anteriormente narrada o reconocida, y que la autora busca. Se trata de un lenguaje esmerado en opacar su estructura significante y formal (la ley del hombre y su violenta gramática), para tras la trasparencia feminista ofrecer relieve al sentido del cuerpo de la mujer oprimida, el genuino referente del contar la historia reprimida e incluso desconocida (la que solo puede articular esa mujer-hablante de los cuentos). En ese sentido, no solo se trata de una nueva antropología de la mujer negra, sino del deseo de superar estructuras de dominio falocrático de la cultura esclavista que perdura en sus diversas maneras en la historia. Mediante un nuevo modo de narrar y de pensar se recupera e impone el sentir de la negritud y lo particularmente pertinente a la mujer en su devenir más opresivo y expulsado al espacio más marginal (casi olvidado). Quizás por eso la autora se remonta al origen, al principio en que la mujer vivía con su armonía atávica y ancestral en la selva africana y de cómo fue arrancada de ese suelo para ser encadenada y sometida a una nueva y dolorosa experiencia que cambiaría todo su exitir. Los cuentos pretenden en ese sentido ponernos en contacto con ese inicio, a recuperar la memoria.
En esa escritura que viene a llenar el vacío dejado por el discurso de la historia se imponen las lecturas implícitas de varios libros precisamente de historia y antropología que ha realizado la escritora, pero para inferir de ellos cuál pudo ser el sentir de la raza y el género que sufriría la tachadura. El desafío resulta en cómo narrar lo que ha quedado borrado por los maestros del tiempo, cómo contar la esclavitud de una raza y cómo expresar el sufrimiento de la mujer dentro del proceso que ha pretendido opacarla (como muestra de una violación más). Se trata de presentar varias muestras de las silenciadas injusticias y esclavitudes, de violaciones y genocidios realizados por el blanco en el mundo moderno, el ámbito movido por el robo del capital mediante el “otro” bajo su dominio. Tal y como es visto en los frisos, que aparecen en los epígrafes, y una mujer al lado de la otra, hombro con hombro, las negras se enfrentan a un mundo nuevo para ellas, no sólo en lo avistado en el entorno natural y cultural sino en el castigo recibido en la piel, en el cuerpo. Estamos ante el retorno del gran “otro”, no en cuanto a lo subconsciente de los psicoanalistas, sino en lo referente el emerger a la existencia de aquella a quien se le ha negado el derecho a tal, en en devenir de la libertad tan necesaria para el cumplimiento, al menos primordial, de lo humano. Mas claramente no se deja ver la inhumanidad del Otro imperial que “descubre”, roba, viola y mata.
Así se lo advierten los primeros epígrafes, a los historiadores que han dejado fuera las injusticias ante las esclavas, y el desafío de ellas, a la borradura y la invisibilidad. Sabemos que ya en siglo XX se han encargado las mujeres, los trabajadores y los gays de reclamar su historia, su propio decir (su discurso) desde su más cercana y genuina otredad. Arroyo Pizarro no es la escritora de la mismedad en el mundo identitario en que solo se proclama la belleza o grandeza ignorada de la otra, de la opresión. Lo que pretende es presentar tras el velo de clamor, la agresión contestataria asumida por la mujer negra ante las violaciones y atropellos mismos del blanco. Por eso que en las Negras se vaya presentando de manera casi silenciosa y sutil la acometividad de esa mujer que parece mantener contacto con los secretos de la naturaleza para agredir al Poder y su Otro, para desafiarlo incluso más allá de la muerte.
En la primera narración la protagonista Wanwe nos presenta el momento de iniciación de las Negras en su ambiente selvático, en el cual es asaltada por el rapto del blanco quien la extrae de su ambiente natural y la coloca en una barcaza hombro con hombro, para esclavizarla luego de ser marcada como no-humana. La joven nos presenta una historia de los rituales selváticos de la mujer en su iniciación para la adultez y el juego del destino. En vez del devenir al colocarla hombro a hombro a su ser amado, como había practicado en el ritual, es colocada hombro con hombro a otra esclava en una pequeña región del amplio barco que las carga como ganado a América. Irónico resulta el juego entre casado y cazado, casarse y ser cazado y terminar con “Las manos encadenadas” (26), para tronchar la felicidad. Solo queda la luna “que puede ser fácilmente una rana” (51), demostrando nuestra cuentista, con el sentido metafórico, la presencia de transformaciones del espacio y las mutaciones del tiempo, del final de una leyenda natural y el comienzo de otra del impuesto dolor. Se trata de los nuevos sonidos que le auguran un tiempo diferente. Por eso entiende la protagonista que las estrellas también encadenadas en el oscuro cielo no son las culpables del destierro-destino de las Negras. Lo que queda en el abajo del que observa, es el vómito, el dolor, los sollozos, el pitillo, las sirenas del barco que la conducen a un nuevo vibrar. Debemos preguntarnos porqué la autora no continúa y profundiza en este viaje metafórico que conecta el sentir de su personaje con su entorno. Mucho más, en estos manejos metafóricos que, pese a su simpleza, ofrecen un gran alcance trans-narrativo a sus cuentos.
Vemos a la narradora también en su juego con una intertextualidad vinculante a Palés Matos, en cuyos poemas de Tuntún de pasa y grifería, los dioses de la selva parecen abandonar a los negros (“No hacen acto de presencia Orín, Olódumáre, Babá, Iyá”, desaparecen, “no más nacimiento, vida muerte” (55), se nos dice en el mítico primer relato de este libro de Yolanda Arroyo. Y se pregunta Wanwe “cuándo volveremos a ser libres para el uréore”, la preparación para el placer del cuerpo a cuerpo, del hombro con hombre (56). Pero vemos cómo lo que le espera es la ruta de la nave del capitán blanco y que una mujer rebelde tras ser lanzada al mar, solo regrese con el cuerpo partido por los tiburones. El tiempo y su leyenda han cambiado y solo le queda “gritar asfixiada y llorosa el nombre de mamá” (59). Se trata de la retención al menos del origen, de lo primigenio, de la etapa del imaginario materno que confiere inicio y continuidad al todo una vez retenida. Es precisamente lo que le permite ahora a la cuentista su labor. Algo des-dicha queda la historia con el penúltimo relato en que la mujer-madre-partera se ve llevada a aniquilar el cuerpo fruto del parto como medida de evitar el dolor y la inhumanidad. Todo queda para que el lector comprenda, si lo desea; o para verse llevado también a condenarla y sacrificarla.
“Matronas” es el segundo relato y parece casi una continuidad de la historia, lo cual le confiere al relato un toque novelesco. Se trata del testimonio de una mujer rebelde en su negativa a adoptar abierta y dócilmente los mandatos, las costumbres, el lenguaje del amo. Y como máxima expresión de esa rebeldía se resiste a asistir el nacimiento de los infantes en el mundo de la esclavitud. “Yo bostezo y hago juramento, por las deidades de los vientos de las que dudo ya, que si soy capturada nuevamente, las habré de cobrar con los niños” (77). Y así lo hace, no entrega los infantes a la esclavitud. Es declarada “Negra Sediciosa e Insurrecta”. Es visitada en la prisión por un fraile en quien parece encontrar un sujeto capaz de comunicarle con cierta humanidad, pese a la diferencia de los lenguajes. Aún así se pregunta sobre la violencia del dios cristiano, ante Petro, quien nos recuerda un cronista que como otros frailes están escribiendo sobre los eventos de los atropellos, sin ser amigos de la Corona (Tal vez una alusión a los Fray Bartolomé de las Casas de la época). Le deja saber al fraile que prefiere morir a ser usada como un animal, a que los hombres penetren en su cuerpo sin su permiso. Por eso aprende a fingir, a hacerse curandera, yerbatera, sobadora, comadrona, y luego, por fugarse y por rebelde se le sentencia a morir en la horca. Se repite lo de la mujer partida por el tiburón.
Con agilidad la narradora nos ha contado estos acontecimientos en progresiones y retrospecciones narrativas bien manejadas y ofreciéndole a la voz de la protagonista un sitial de cronista de la “otredad” narrativa, malvada, criminal ante los ojos del blanco. La manera en que se nos relata el momento de la tortura de muerte es similarmente diestro y una vez más podemos decir que la autora pudo haberle cedido mayor tiempo, más lenguaje, explicación y extensión a lo relatado. Mas no sé si la cortedad narrativa se debe a un efecto narrativo, puesto que los paradigmas de lecturas y su horizonte de expectativas ha variado desde principios de este siglo. Una narradora aún muy consciente de la morosidad que requiere tanto el cuento en su cortedad, como aún más la novela en su extensión, es Mayra Santos, quien luego de Sirena Selena vestida de pena y Nuestra señora de la noche nos ha dado una novela muy compleja pero parca y lacónica en su proceder discursivo como Fe en disfraz (2008).
Como Wanwe no es católica no tiene por qué confesarse y aún así dice no tener pecado cuando es llevada a ser rapada antes de la horca. En su dialecto confiesa sus pecados: “Los ahogo en el balde de recolectar placentas, padrecito. Presiono sus negras gargantitas con mis dedos y los sofoco. O los ahorco con sus cordones umbilicales,…” (93). Pero todos guardan silencio, y dice finalmente antes de hacer alusión a los ojos rosados (¿?): “Soy una faringe que se ahoga; luna, energía. coraje, eternidad” (95). Una vez más, la autora abandona lo narrativo y acude a lo poético-mítico.
“Saeta” es el menos logrado y coherente de los relatos. No obstante, habría que tener en mente que a finales la autora opta por una alternativa de fantástica y poética. Es no obstante, un relato en sus inicios muy diestro en cuanto mostrar escenas sexuales, pero calculadamente sin alcanzar vestigios de erotismo, pues de trata de violaciones. La autora recarga una vez más un tema muy pertinente a la mujer como lo es la de la doble esclavitud, la social y la sexual: las esclavas son continuamente, tras el trabajo impuesto, violadas. Aprovecha la autora el manejo de la metáfora de la herida, de la penetración que hiere como la saeta.
Inicialmente se presenta la muerte de un perro del amo, tal vez víctima de una flecha lanzada al azar al bosque, y el animal que muere gracias al divertimiento mismo del blanco cazador. El animal resulta en víctima de una flecha de las lanzadas por los de su propio bando, y que regresa como un bumerang. La autora maneja una narración de efectos fantásticos y míticos, ya que infiere que la abusada y violada heroína del cuento, tras morir, desde el bosque posee la capacidad de lanzar una saeta que se incrusta en la frente de Georgino, el amo. Wanwe se había apoderado al principio, del cabezal de la flecha incrustado en el cuerpo del perro, y con la misma se defiende luego al ser violada por varios hombres de la hacienda. Pero al ser éstos sorprendidos por el amo y ser golpeados por el mismo, como parte del carnaval de atropellos que se propinan también mutuamente los blancos en su embriaguez, también golpea a Wanwe hasta causarle la muerte. Hay alusión en el relato a las mujeres guerreras del la rememorada África y de ahí lo legendario del final.
Las negras es un libro de cuentos que debe ser leído por todos, e incluido en los currículos de educación secundaria y la universidad.

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