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miércoles, junio 04, 2014

Aristótela [cuento] por Yolanda Arroyo Pizarro en Revista Cruce

«Sucede que las mujeres son caracterizadas exactamente como el sujeto patriarcal defectuoso». 
Ensayo: Hija infame de una madre infame. Cuerpos sexuados e identidad.
-Carmen González Marín, El mito de la mujer caribeña, p. 43

1.
Una mujer con los pechos extirpados y al aire que camina hacia la parada de autobuses. Ésa es la imagen. La imagen nos agrede con extraordinaria rareza, como un puño en las partes blandas de un hombre, y allí estamos nosotros, siendo violentados. La mujer se detiene a esperar la guagua. Es negra, rellenita, de trenzas a partir de un afro rebelde y desaliñado. La observo y estudio a los que desde la parada empiezan a murmurar sobre ella. Pregunto quién es. Quiero saber si está loca.
Durante sus años mozos adoptó el apodo “Aristótela”, pues constantemente filosofaba de la vida entre sus amigos marihuaneros y periqueros. Es lo que han dicho los del barrio que comparten el destino de la espera del vehículo de transportación pública conmigo y con el resto. Aristótela la negra. La negra sin tetas. La mulata pecho plano. Una mujer que se resiste a ser ella la única que purgue el dolor de su ausencia de mamas. Por ello comparte la fealdad de sus huecos pectorales con el resto del mundo. Así tal cual. Así como si nada.
Una mujer como yo, pero que no es como yo, pienso. Yo estoy entera. Entera y cansada. Y harta.

2.
Aristótela juega dominó, le fascina el reggaetón, es bisexual y se ha practicado tres abortos. De todo ello me entero a medida que pasan los días y la parada de autobús me recibe serena. Camino cruzando Santa Rita, apenas a unas cuadras de la Ponce de León y la entrada de la Torre de la UPR. Dejo atrás la entrada peatonal del recinto y la Residencia aun cuando los azules del cielo insisten en ser el alba de la mañana. Voy temprano. Tengo trabajo nuevo en Barrio Obrero y nada de auto. Debo desplazarme hasta la casa de otra dominicana, pero con dinero. Una dominicana rica, esto es lo último. Tengo que hacer de ama de llaves o de la muchacha doméstica, de la chica que limpia para una compatriota. Nuevo trabajo, pero ni un centavo para comprar un carro, así que me muevo en guagua pública de aquí para allá.
A Aristótela la recesión económica la ha jodido, como a todos, y según ella la obliga a reinventarse y dedica sus noches a prostituirse en una barra cerca de la universidad donde de vez en cuando conoce lo mismo a estudiantes que a maestros. Nos hace cada cuento. Nos habla de la rareza de los tipos, de la crueldad de la cópula con los profesores de administración de empresas y de lo parsimoniosas y torpes que resultan las pingas de los de ciencias sociales. Posee un cliente fijo, que es estudiante de bachillerato y que hace un part time en la biblioteca Lázaro. Dice que le apesta la boca y que por eso no consigue novia. Cuando le paga a ella, le deja hasta propinas. Reímos o nos espantamos con cada ocurrencia de la negra sin tetas.
Un mediodía, de los pocos que coincidimos, la parada de guaguas se explaya en soledad para nosotras. El Caribe es tan caluroso. Las nubes tan escasas en momentos como éste. Los vapores de los cuerpos, los vapores de la calle; la brea ardiente hace sudar todo lo que respira.
A estas alturas la negra ya me siente familiar y cada episodio riopedrense que nos pasa por encima hace que se sienta más cerca de mí. Se sonríe conmigo. De vez en cuando me toca alguno de mis brazos como contándome un chisme. Es como si me detectara y me oliera. Llego al tramo y ella grita que la espere, desde la taquería mexicana, desde las afueras de una de las librerías, o el Burger King. Camina hasta mí con total desparpajo. Mientras pasan los vehículos y no llega mi transporte colectivo aún, aprovecho para echarle un ojo detenidamente a los dos huecos de Aristótela. No me atrevo a preguntar por qué no se los cubre. Supongo que ya alguien se lo habrá dicho antes. Imagino que han tenido que haberle gritado, que se habrán mofado de ella. Puedo hasta intuir que el más de los atrevidos tiene que haber intentado echarle encima alguna tela para cubrirla, una manta, una camiseta vieja, alguna toalla desgastada. Hay que ser descarada o desfachatada para andar con los senos al aire. Pero Aristótela no tiene senos. Ni el izquierdo ni el derecho. Posee dos huecos. Entonces a lo mejor lo que hay que ser es bien valiente.
La mujer sin pechos es abordada por su chulo precisamente en la parada de bus, junto a mí. En voz no muy baja éste le cuenta que hay un cliente con gustos especiales. ¿Cuán especiales?, inquiere ella que no se amilana. Desea únicamente tener relaciones con tipas marcadas por la cuchilla, exclama él alejándose. Es decir, por el bisturí, —pienso yo, —con mujeres evidentemente cicatrizadas por una mastectomía.
Ella debe decidir si acepta o no la chamba.
El chulo se va y le grita a lo lejos: Me dejas saber.
Aristótela y yo nos miramos. Ella hace un gesto subiendo las cejas, y me dice: este mundo está bien cabrón, vieja.

3.
La invito a almorzar. Allí mismo en la parada. He terminado temprano de limpiar la casa de Barrio Obrero y estoy de vuelta. Nos movemos hacia una esquinita de la solitaria banqueta y yo divido con Aristótela mi fiambrera. He traído cubiertos de plástico adicionales para ella y un vasito de foam para compartirnos las habichuelas.
Poco nos importa el humo de los autos, el ruidoso galillo de los niños acatarrados berreando en sus cochecitos, el paso de los testigos de jehová que intentan convertir a los transeúntes, la gente que les acepta los volantes de fin de mundo y luego los estruja como pelotas de papel y los lanza a la calle convertidos en desperdicio. El mundo es cruel. Río Piedras es desgarbado y cruel. Poco nos importa.
Ella acepta la mitad de mi bistec encebollado con arroz amarillo. Se atraganta los pedazos de carne sazonada y bebe jugo. Aprovecha para preguntar mi nombre: ¿Cómo es que dijiste que te llamas?
Nunca antes le he dicho. Nunca antes me ha preguntado. Hoy sí.
Petronila, contesto.
Es un nombre raro, expresa ella mientras mastica. Raro pero lindo, añade. Yo sonrío y me tiemblan las piernas. Miro al suelo, hacia un charco de agua con limo en donde satisface su sed un chango. Me sorprende descubrir belleza en algo tan grotesco.



4.
Y una de esas tardes de octubre aparece Tota. Tan ocurrente y llamativa como su nombre. Tan exagerada. Jincha, despeinada, labios de rojo carmín con brillo. Le hace señas a Aristótela para consultarle en privado, pero la negra le dice que le diga allí mismo, que su Petronila es de fiar, añade.
Y allí se lo despepita Tota. Han matado a otra de las muchachas.


5.
Me entero en detalle. Y en detalle y sin querer, me hago cómplice. Me hago compinche de Aristótela porque a ella le da con que tiene pistas y dice que necesita resolver el entuerto. Le da con que la vez anterior, cuando estrangularon a Lalupe, ella pudo correr detrás del carro que lanzó el cuerpo cerca de los zafacones en la Gándara. Anotó dos de los números de la tablilla, pero no todos porque el auto iba muy a prisa, y ella estaba algo arrebatá. No pudo alcanzar el vehículo ni vio al sujeto que lo conducía, pero insiste en que me necesita de apoyo. Vas a ver cómo resolvemos este crimen y ponemos seguras a las nenas, promete. Promete además dividir conmigo las ganancias de la putería de esos días con tal que yo no vaya a limpiar a la casa de la dominicana y me quede con ella cerca, anotando cosas. Escuchándole sus murmullos mientras camina calle arriba y calle abajo por Capetillo, Venezuela y hasta cuando entramos sigilosas al Jardín Botánico. Allí dentro se toman las mejores siestas del mundo. Y no sé cómo acepto. No le pierdo el paso mientras voy escribiendo para ella en diferentes papelitos sueltos, de aquí para allá. Y tampoco sé cómo, de vez en cuando, me quedo a dormir en su pocilga. 

6.
Cuestiono sobre su cáncer durante la última semana de octubre.
Aristótela me hace el cuento completo, que incluye tocarse las aristas de piel eliminada para explicarme desde dónde iniciaban las pelotas de carne corroída, halladas y removidas. Me habla de las glándulas en su garganta, de un tumor de tráquea, menciona un ataque de vesícula y un accidente como peatona que tuvo una vez cuando un camión la atropelló. En ese momento noto el otro hueco, debajo de su axila derecha, y ella me confiesa que le duele aún, sobre todo si hay aguacero. Y le pica, le da escozor, y no siempre tiene benadryl en crema para poder atajar la rasquiña.
Le administraron poca quimioterapia, por su escasez de recursos económicos, y otro poco más de radioterapia cuando el estado la incluyó en el plan médico de salud gestado por el gobernador Rosselló. Me cuenta además su odisea cuando se le cayó el pelo, cuando dejó de tener cejas, ante la desaparición de pestañas y el resto del vello facial. Se sentía poca mujer, dice.
Yo aprovecho para hacer la pregunta: ¿Y por qué nunca te cubres?
Aristótela ríe.
Porque ahora soy como los machos, tú sabes, exclama. Los machos no tienen tetas, por eso andan por ahí sin camisa, pecho al aire. Soy como un hombre, con pantallas y lipstick. Al que se meta conmigo y mis tetas, o mis no-tetas, me le cago en la hostia. Le digo de cuajo: Váyase a hacer gárgaras con el periodo de la madre que lo parió. Pues que el mundo me vea así, que se joda.
Y todas las imágenes del mundo me pasan por la mente. Y me abochorno. Me quiero hacer un ovillo de lana que es arrastrado por el viento. Aristótela logra pasmarme.
¿Tú eres puertorra?, me pregunta. Agradezco su gentileza. Lo dice por ser amable porque es obvio que no parezco de aquí. Parezco dominicana, lo que soy. Es más, a veces parezco haitiana, que también lo soy porque viví en la frontera un tiempo. Tengo el acento quisqueyano y el cuerpo pasao por agua; mi alma es una de las nubes dejadas atrás en el canal de la Mona.
Y le contesto que no.

7.
Para el día de Acción de Gracias ya he trastocado mi rutina completamente. Dormimos de día ambas, y ambas salimos a trabajar en la noche. Más bien yo la acompaño, pido dinero en los semáforos y velo porque ella y las demás muchachas tengan botellas de agua a la mano, maquillaje, gomas de mascar, cigarrillos, condones. Los primeros días el chulo se encojona por mi presencia, pero luego se acostumbra. Él y Aristótela discuten porque uno de los hombres quiere entrar en bretes conmigo, y la negra no se lo permite. Se quita la camisa del equipo de baloncesto de los Cangrejeros que le he regalado, e invita a pelear al chulo y al hombre. Después que ambos se largan, las muchachas aplauden y nos echan bromas diciendo que parecemos marido y mujer.
Yo bajo la cabeza, avergonzada. Aristótela las manda a callar.



8.
Es durante el inicio de la navidad que Aristótela detecta otra vez el auto. Cercano a una residencia en la avenida Gándara, esquina con calle 6, en donde ilegalmente se hace acopio de latas vacías y el cobre de las tuberías.
Aunque es de noche se percibe que es un modelo Nova color vino, entrado en años. El tipo que lo maneja parece un religioso, de esos que ni se atreven a pedir el puterío. Usa espejuelos y embarra de vaselina su calva.
El Nova da varias vueltas hasta que se detiene a preguntar por las mamadas. Cuando una de las muchachas está contestándole, yo me escabullo y escribo en uno de los papeles el número de placa. Lo hago haciéndome la desentendida para no levantar sospechas, como Aristótela me ha entrenado.
Días más tarde Tota aparece con moscas en la boca, dejada inerte en una cuneta. Y todas la lloramos.


9.
¿Tienes los papeles?
Si me lo pregunta es porque sabe que no. Pues no. No tengo ningunos papeles. Llegué de indocumentada, y así he vivido hasta hoy. Y me escondo para evitar caer en las redadas o en los tentáculos de la mafia policial, que si se enteran que estás aquí sin los permisos, son los primeros que te fichan y te hacen pagarles una mensualidad extorsionándote para no devolverte a Santo Domingo.
La policía no va a hacerte nada, me asegura Aristótela. Sabe esto porque a cambio de que nos dejen tranquilas ella colabora con la investigación de las putas muertas. Gracias a nuestras gestiones han logrado apresar al tipo. Ahora hay que esperar la vista del juicio, para que lo acusen y vaya preso. Como ese día tiene que ir con el pecho cubierto al tribunal, yo le regalo un jersey violeta con la insignia de coca cola.
Mi hermano consigue legalizarte, vieja, me dice y yo presto atención. Te casamos con él y le vas pagando a plazos. No tiene que ser de cantazo. Y él no es como otros boricuas que te cobran miles largos. Él te va a cobrar una tarifa chévere, que puedas pagar. Además, me tendrás a mí de cuñada, vieja. Seremos familia, Petronila. Inseparables. Va a ser lo mejor que te pase en la vida, pues.
Hace una pausa.
¿Quieres casarte?
Cierro los ojos por un momento. Mi boca solita sonríe. Mis ojos, solitos, añoran. Aprieto los labios y asiento con la cabeza porque sé, y vaya que lo sé, que aquella propuesta de Aristótela será lo más cercano a una proposición de matrimonio que jamás escuchen mis oídos.
Y aspiro las lágrimas que están a punto de brotar, para que no salgan. Aspiro también los mocos. No quiero llorar. No quiero que nadie note que hasta hoy, casi treinta años después de mi nacimiento, todavía no he sido tocada por hombre alguno. Por ser humano alguno, la verdad. No quiero que Aristótela se dé cuenta que soy tan fea por dentro como por fuera, que nadie me ha deseado nunca. Que no hay tipos de gustos especiales que quieran fijarse en mí, o meter mano conmigo. La mujer de los pechos extirpados no debe descubrir que la envidio, que yo daría cualquier cosa en este momento por no tener tetas... o al menos por llevarlas extirpadas.

http://www.revistacruce.com/letras/aristotelica.html 

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