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domingo, octubre 30, 2005

El Mejor Amigo
Escritor Invitado: Joel Feliciano




I
Ya era tarde, se nos acabó el tiempo. No lo pude decir. Mi mejor amigo... está por ahí, no sé dónde.
Sí, mi mejor amigo, lo supe aunque no me lo dijo.

II
Era víspera de la graduación de sexto; éramos sólo niños; hacía calor y jugábamos en un pasamanos.
-¿Sabes qué?
-¿Qué?
-Me aceptaron en aquella escuela.
-¿Ah sí? -bajó la cabeza. -¿Y vas a allí?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque es buena escuela.
Él estaba sentado en cuclillas jugando con la arena, yo guindaba del pasamanos. El silencio hizo gritar a la campana hasta que se cansó. Él levantó la mirada y
dijo:
-No te vayas.
En ese momento no supe lo que quería decir y entramos al salón.

III
Gran fiesta fue la graduación, jubilosa, bailamos y gozamos y reímos y brincamos hasta que su mamá lo llamó diciendo:
-Vámonos.
Nos despedimos como si ese fuese otro día más.
-Adiós. -dije.
-Nos vemos. -contestó él.
...Sin imaginar que esa sería la última vez que nos diríamos adiós.

IV
Ahora, que ya es tarde, comprendo aquellas palabras... Pero cuando fui a buscar nuevamente su amistad a la casa, ya no estaba.
-Se mudaron a qué sé yo dónde... lejos. -dijo un vecino.
Se me acabó el tiempo, no lo pude decir.
Qué no daría por saber qué ha sido de su vida: si maleante o sacerdote. Si recuerda, como yo, aquellas palabras cuando gritó la campana y él levantó la
mirada:
-No te vayas.
Pero en ese momento no supe lo que quería decir y entramos al salón...



Octubre 1997

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Joel Feliciano, (Bayamón, 1981) Graduado en Comunicación, de la Universidad de Puerto Rico. Trata de filmar cortometrajes cortos junto a la organización Séptimo Arte de dicha universidad. Fue editor de la revista Tonguas, donde aparecen algunos de sus escritos publicados.

sábado, octubre 29, 2005

Cuento: Orión por Yolanda Arroyo Pizarro

El cúmulo de estrellas llamó mi atención la noche en que mi llanto fue secado por ella. Una mágica intromisión sin sentido, pero la acepté porque sí. En esa época del año el cielo nocturno tachonado de astros lucía en todo su esplendor una constelación distintiva. Dándole forma al cinturón, pendía de una espada como todo un coloso aquel paño de lágrimas insospechado. En lo alto, se extendía entre gases y supernovas, impresionante, fácilmente observable en un enero de Anchorage.

Comencé a olvidar los retazos de aquel romance importante en medio de un fatal diagnóstico: “Alzheimer-prematuro-de-mal-de-amores”. Así lo había sentenciado el médico de turno luego de descubrir que a mi tan corta edad—solamente treinta años— se desintegraban mis memorias sin remedio ni causa aparente. Los colapsos demenciales que rodeaban mi amnesia progresiva dejaban rastros y marcas imborrables de una vida que se esfumaba, que desaparecía. Comenzó a hacerme falta nuestro primer beso, las primeras caricias, los primeros poemas, su voz, mi temblar debajo de su cuerpo. Con el tiempo me hizo falta la memoria de ellos, los besos contra las puertas, los orgasmos con esencias precolombinas. Después se hizo imposible retener el dulce sabor de recordar tales reminiscencias. Luego aparecía difusa la constancia de aquello relevante que se sabe ha sucedido, pero que no se sabe cuando sucedió. Memoria maldita, ¿habrá pasado? Era como experimentar un olvido de maletas en medio de un viaje largo, sin saber específicamente el qué ni el cuando se olvidó.

Afortunadamente lamió mis mejillas la constelación, hecha toda una enjugadora de mocos de chiquilla. Tesoro celestial; tan misteriosa y a la vez tan bella. La estrella borrosa que descubrí desconsoladamente en el centro de la espada, en realidad nunca fue una estrella, sino la conocida nebulosa de sorprendente belleza. Su brillo etéreo no me fascinó de inmediato. Fue después, luego de mi llanto de dolor por la pérdida inevitable de aquello que no había recordado. Y fue porque ella misma, la propia Orión, abrió su gran espiral en forma de galaxia y vomitó a dos de sus gigantes hasta mí. Betelgeuse y Rigel se arrastraron por todo el hado celeste azabache y depositaron su paño debajo de cada uno de mis ojos.

Mientras más líquido salado caía de mis pestañas, más se acercaban los cuerpos celestiales a mis mejillas. Susurraron “Gabbar” en mis oídos; el cazador, el fuerte. Musitaron la equivalencia en hebreo: guibbóhr. Un gas resplandeciente despidió pequeños óvalos borrosos que sirvieron de fuentes recolectoras. Borrones de luz anaranjada entre mis mares, dentro de mis corrientes de ríos, no intentaron consolarme, sólo secar el océano.

Girando de la cuna a la tumba estelar, el Hacedor de las constelaciones le permitió explotar debajo de mis pupilas. “Los tiranos altivos y orgullosos serán abatidos y los cuerpos celestes dejarán de despedir luz”, dictaminó en el libro ancestral de excelsa sapiencia, por allá entre páginas de Isaías. Con la promesa alguna vez de apagarse, Orión pareció caminar hasta mí amenazante, arco en mano, en dirección a la constelación Taurus. Con un pequeño sollozo del fondo de mi pecho puede verse, cerca de la punta del cuerno meridional del toro, una tenue mancha de luz que se vuelve invisible de a poco entre cada recuerdo.

Con cada pétalo memorable caído, Rigel expande su vivero estelar azul como la neblina. El viento que sopla en cada zancada para ir a secar mi latir, congela mis pasos. Betelgeuse abriga de rojo, para evitar la hipotermia sentimental, toda mi piel, y me toma de la mano con cada pañuelo que abre para secar mi rostro.

Todavía hoy sigo olvidando. Con fortuna, después de cada matiz de lienzo pintando el horizonte como mapa tridimensional de todos los universos. Sé que en alguna ocasión deberé no recordar que olvido. Los cartógrafos cósmicos descubrirán los paños alfa y beta que han enjugado mis lágrimas, entonces un tapiz de galaxias que ha de extenderse por millones de años luz en nuestro entorno dejará de pulsar. Finalmente ese día, olvidaré tu nombre.

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Del libro de cuentos Origami de Letras, 2004

domingo, octubre 23, 2005

La despedida
Escritora Invitada: Ketshándrivel Bermúdez


Se me quedó la puerta de la casa abierta y ha entrado un hombre deprimido a llorar encima de mi cama. Estoy escondida en el armario, ahogando mi tos con las mangas de las ropas. El polvo me tiene fatal y los nervios me han aflojado la vejiga. No sé quién es. Nunca lo he visto. La silueta no se ve bien desde las ranuras de la madera. Tengo muchas ganas de orinar y mi tos me tiene las pantaletas húmedas y a sólo un salto de derramarme. No sé si gritar, orinarme encima y de paso toser con toda la fuerza que el malestar en la garganta me exija. Llora y cambia de tonos, tiene un brillo inusual, no sé si es un efecto de la luz. Se ha acostado para oler mis almohadas. Llora sin pausa. Llora como si le hubiesen arrancado un brazo o una pierna. Luego de varios minutos el llorón toma una de mis fotos de la mesita de noche y sufre con toda su alma al verme. Lo más que detesto es estar tan lejos del celular, lejos del baño y con el malestar de ahogarme con las cosquillas imprudentes del resfriado. Luego de cientos de gotas de lágrimas, el tipo se fue de mi cuarto. Escucho sus pasos alejarse y la puerta principal cerrarse. Ya mis piernas se bañaron de orín y lentamente abro el armario. Corro en la punta de mis pies y verifico los alrededores. Afortunadamente, no hay nadie. Corro al teléfono para llamar a mis padres. Ellos siempre me ayudan y me dicen qué hacer. Ellos son más importantes que la policía, los bomberos, la ambulancia o la unidad antibombas.
- ¡Hola mami…! ¡¡¡¡Una cosa espantosa me ha pasado!!!!
- ¡Hija! Quiero que lo tomes con calma…por favor…esto es bien difícil para todos.
- ¿Qué pasó mami? ¿Ya lo sabes? ¿Quién te lo dijo mami?
- ¿Quién te lo dijo a ti hija?
- ¿Decirme qué?
- Decirte que tu padre acaba de morir…

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Ketshándrivel Bermúdez (Mayagüez, 1974) Ganadora del Primer Lugar del Certamen de la Universidad Politécnica en 1995. Egresada del departamento de Comunicación de la Universidad del Sagrado Corazón. Cultiva el cuento y la poesía. España le ha publicado su poesía en un colectivo titulado Regalos del Alma. Finalista del Certamen de Poesía Olga Nolla 2005 del periódico El Nuevo Día.

domingo, octubre 16, 2005

Hasta en las vísceras
Escritor Invitado: Carlos Esteban Cana



Tuvimos que caminar unas cuantas horas para poder llegar hasta aquella distante cima. Los comentarios que se habían regado, durante mucho tiempo, por toda nuestra comarca, destacaban las enseñanzas del sabio que vivía en el tope de la montaña. Esos rumores fueron el detonante para que nos arrojáramos hacia tan osada empresa.

Ahora las pocas energías que me quedan las utilizo para recordar el susurro de aquel venerable anciano: “Nada impide que el río, que se alimenta de las lluvias, fluya. Nada lo empuja. No hay razón de hacer fuerza de remos para que llegue al océano. De igual manera el ser humano, ante su destino. La vida es como un río”.

Lástima que tomáramos literalmente su mensaje; queríamos sentir hasta en las vísceras el significado de aquel consejo. Fue por eso que intentamos el regreso por este caudaloso cauce.

Y ya, cuando casi se me sueltan los dedos y empiezo a ceder a la fuerza irresistible de la corriente puedo leer la advertencia (que también me hubiera gustado escuchar en la voz de aquel viejo) escrita en este letrero: ¡Cuidado con la cascada!

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Carlos Esteban Cana ( Bayamón, Puerto Rico 1971) Escritor, comunicador y coordinador editorial. Fundador de la revista y colectivo Taller Literario. Sus cuentos y poesías han sido publicados en revistas como El Sótano 00931, Borinquen Literario, Cultura y Cundiamor, entre otras. Algunos de sus ensayos y reflexiones sobre la cultura editorial puertorriqueña han llegado al lector a través de periódicos como El Nuevo Día y el mensuario Diálogo. Tiene varios libros inéditos: Novo vía crucis (poesía), Versos apócrifos para la innombrable (poesía) y Fragmentos del mosaico humano vol. 1, vol. 2 y vol. 3 (cuentos).

Cuento: Virginia por Yolanda Arroyo Pizarro

El sol se siente diferente el día en que debes morir. Cuando se asienta en tu rostro y te despierta en la mañana sin pájaros ni cantos de gallo. Entra por la ventana, bailando entre las pelusas de una transparencia brillante, que juega al esconder con las cortinas de bambúes y alumbra a “Las Olas” sobre la repisa. Refleja pedazos de parches y brillos que hieren los ojos al pestañear mientras se incorpora tu cuerpo, y te levantas perspirando de un sueño en donde morías sin dolor, pero con pena. Calienta la mejilla que has dejado al lado contrario del colchón, justo en el instante en que aceptas que has sobrevivido otra noche, otro día, otra vida convencida que ése será el último de los momentos y que más adelante te irás para siempre. Lo sabes, lo percibes. Y como el día de ayer, lo planificas…, sólo que esta vez intuyes que tendrás éxito.

De camino a la mesa del desayuno descubres los obstáculos que te han mantenido hasta hoy alejada de tu meta, anclada a lo imposible, encadenada a lo miserable. Hay dos chiquillos devorando unas hojuelas de maíz con leche, en una vajilla de cerámica que ha sido un feliz regalo de bodas alguna vez. También hay un hombre que levanta sus ojos y trata de sonreírse levemente contigo, para que olvides, para que te mejores, para que no sospeches que le ha dolido preguntarte hace unas horas como te sentías con la única respuesta de tus labios pronunciada tan sin remordimiento: que me moriré.

Sus ojos se arrugan y te regalan otra promesa de una mejor vida, de un mejor ingreso, de mejores colegios para los niños, de mejores joyas y otro carro para ti. Sus ojos se achican con sorna inventando un mohín que ignore tus sentimientos de devoción y anhelo a otro ser humano que no es él. Ojos que con comprensión espontánea y martirizante te besan en la frente todas las noches y te ofrecen leche caliente con flores de tulipanes en un vidrio de aniversario numero quince, el cual deniegas en su propia cara, sin penitencia ni contrición. Son ojos poco acusadores, que tantas veces te han descubierto al teléfono declamando versos y prosa a alguien que no es él mismo, recitando pasajes románticos, llorando mientras cantas a Serrat cuando parpadean sus lumbreras un tanto mojadas, pero perdonando. Por inercia, como cada día, te sientas frente a esos ojos y los tragas entre las pelusas tan familiares que a estas alturas descubren los rayos del astro.

Con muy poca bitácora del cómo ha sucedido el asunto, te hallas sola en aquella cárcel que algunos de los que comparte el techo contigo llaman hogar. Cada quien ha ido a cumplir con sus responsabilidades. Es entonces cuando aún, arropada por la bata de dormir, sales a la terraza y estudias el vecindario vespertino. Con cada detalle, se acrecientan las ganas de abdicar. Cada pormenor te lleva a unos remos de los cuales te arrebataron las circunstancias, las apariencias, el bienestar de otros. Cada dato te lleva hasta una boca pintada de carmín, en donde te has derramado sin inhibiciones en el epicentro de unos brazos frágiles y delicados que han abarcado tu espalda en medio de un retozo entre pieles desnudas. Desde allí, unos ojos llenos de sol y hebras flotadoras, que observan petrificados en la puerta, les descubren ceñidas…, y lloran, y suplican.

La terraza se hace pequeña, las nubes parecen desangrarse entre la neblina que baja sobre los valles y llega hasta tu mentón. El resto urbano confabula, para con su conjunto de reglas y privaciones, gritarte al oído lo mal que te debes sentir. La censura te restriega en la cara, que mientras seas residente forastera de esta dimensión, nunca podrás ser feliz. Los ojos que despiden soles y ahora derraman neblina te imploran nuevamente que no te marches, que no los abandones; te reclaman, a la vez que te acusan de ser una madre fatal, colmada de caprichos y voluntades y egoísmos con el único fin de lograr lo que te place. Regresas al centro de la vorágine, y al centro del hogar justo en el segundo en que se cumplen ocho horas de estadía en soledad, allá dentro de las paredes de tu mente. Antes que lleguen todas las marionetas del colegio, del trabajo, de los quehaceres, de la cotidianeidad adusta, debes efectuar el plan tantas veces atrasado, tantas veces pospuesto. Hoy, esta misma noche antes que lleguen tus raptores, la maqueta será nuevamente probar el sumergir alguno de los enseres electrónicos dentro de la bañera. Las marcas en las muñecas y la hipersensibilidad del hígado te recuerdan como el corte de arterias o la sobredosis de antidepresivos no funcionaron tiempo atrás.

Se te llenan los ojos de lágrimas, y se ha gastado más el reloj; no puedes descifrar cuanto tiempo ha pasado. Lloras, no por dejar lo que tienes, sino por la emoción que te embarga el pretender saber lo que encontrarás allá. Deseas, aunque sea en la oscuridad de la inconciencia, entregarte a sus pechos nuevamente, a su abdomen en reposo por tu exploratoria, a la dulzura de su voz.

El baño de luna se apodera, esta vez, al igual que otras, de los arrugados ojos consentidores que acompañan unas extremidades llenas de toallas. Corren a apagar el grifo y a desconectar el utensilio. Te secan el cuerpo esos brazos ajenos, fornidos, que ya saben la tonada y siguen el ritmo que tocan los destellos de luna entre el cendal. Te suplican, como siempre, en la jornada, en medio de la bruma. Te comprenden, como siempre en la rutina de aquel devenir. Entonces te llevan cargando hasta el dormitorio en donde una vez te encuentres calmada y presentable, los irreconocibles duendes que has cargado en tu vientre entrarán, y te dirán “buenas noches, mamá”.

Aceptarás por hoy, otra vez, tu parte del trato. Habrás nuevamente fracasado. Sin embargo, en la alborada que se avecina, el sol entrará de modo diferente, ese preciso y nuevo día, bailando por la ventana entre las pelusas que se te escapan, con promesas de un nuevo plan que se podrá efectuar en la madrugada. Sólo, que esta vez, intuyes que tendrás éxito.

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Del libro de cuentos Origami de Letras, 2004

domingo, octubre 09, 2005

Quiero
Escritora Invitada: Alma Rivera


Quiero aprenderme de memoria
el contorno de tu cara
las laderas que esconden
el valle de tus ojos
deslizarme irremediablemente
por tus resbaladizos labios
morir en ellos, ahogarme



Quiero robar el reflejo de tu sonrisa
inmortalizarlo permanentemente
en mi recuerdo
poder contar con tus ojos fijos
que me miran
entrar por esas puertas
que me invitan
quedarme dentro

Quiero comer de tu piel
tragarte, gustarte,
dormirme arullada por tu aroma
volverme ceniza, envuelta
entre el calor que, de verte,
se me mete dentro

Quiero entrar en tu laberinto
soltar el cordel que garantiza
mi regreso
caminar entre tus paredes
perderme, sin remedio

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Alma Rivera (Santurce, 1967) reside en Caguas. Trabaja coordinando programas de prevención de violencia y ofreciendo talleres de competencia emocional. En la actualidad completa un grado en Estudios Caribeños en la UPR, escribe para una editorial educativa y atiende a tres hijos, un esposo, dos perros, tres gatos (una con tres gatitos), un pez y un hámster. Su cuento “La Réplica” recibió el Primer Premio en la categoría de cuento del 49no Certamen Literario del Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales, Universidad de Puerto Rico. En dicho certamen recibió una mención honorífica en la categoría de poesía, por su poema “Tal vez.” Su cuento “All but the flies” recibió una mención honorífica en la categoría de cuento en el 38vo Certamen Literario del Departamento de Inglés de la misma facultad. Publica en varias páginas y foros: Derivas, LaLupe, Literatosis, Ultraversal y en Borinquen Literario.