Muchos habíamos llegado a la facultad de Humanidades en la Yupi debajo de un aguacero inmisericorde. El fenómeno había dejado vehículos inundados y a la deriva en un afluente de río bravío permutado en lo que quedaba de la avenida Muñoz Rivera. Luego de ése obstáculo pluvial, muchos anduvimos descalzos ya que nuestro calzado sucumbió a la realidad de la vaguada que nos llevaba el alma corriente abajo por las escalinatas destino a la Sala A. Allí, justo al final, rebosaba una fuente improvisada por los escalones, que si bien daba testimonio inquebrantable de la torpeza de los desarrolladores, también mostraba una belleza subyugante, digna de ser inmortalizada por algunos de nosotros en las letras.
Nos cambiaron el salón original de la convocación previniendo una mayor catástrofe ante las ráfagas de viento. Nos movimos todos hasta el Seminario Federico de Oniz. Una vez allí, empapados y recibiendo los embates del ahora aire acondicionado que seguramente se responsabilizaría de alguna inminente bronquitis, nos sentamos a esperar a que llegara la fuente de nuestra devoción.
Laura llegó puntual. Llevaba un vestido largo negro, de tela suavecita y fina que contrastaba con su oscuro cabello y como dijera ya, su sonrisa a flor de piel dispuesta al invite del rompeolas borincano. Me acerqué y me abrazó. Así de sencillo. El resto de la multitud comenzó a acercarse también. Nos tomamos fotos con ella, le hicimos varias preguntas de su estadía en la isla, de cómo la estaba pasando, del tapón descomunal que había tomado debido a las lluvias y de sus próximos compromisos literarios. A todo ello Laura contestó con un magnetismo y ecuanimidad pocas veces visto.
Mis expectativas hacia esta mujer—la cual considero una de las mejores escritoras del mundo— eran muy altas, y corría el riesgo de irme directito al sótano de picada y de cabeza si no eran copadas. Sin embargo, me sorprendí al darme cuenta de que todas las expectativas Laura las iba llenando poquito a poco. Desde que nos contara sobre sus anécdotas escribiendo su novela Delirio para el Premio Alfaguara, pasando por su formación literaria en Colombia, contándonos y haciendo paralelismo con sus otras obras, hasta la cátedra tan esencial que nos ofreció sobre el proceso de la escritura. Todo ello la hizo crecerse aún más si fuera posible, ocupando ahora un puesto mayor entre mis respetos y admiraciones que por derecho le pertenecían.
Laura Restrepo en su novela Delirio me había virado como media desde la primera leída, y tal efecto se multiplicó y hasta se elevó a la milésima potencia justo en las siguientes relecturas. Ahora Laura nos contaba cuan importante era para ella haber llevado el mensaje de la violencia que se esconde detrás de las mentiras familiares, —que es el tema principal de la novela y el disparador de la locura de Agustina, —rodeado de la situación social que arropa su país Colombia. Hubiera querido decirle cómo me había enamorado yo del Bichi, y por supuesto de mi infatuación por su antitesis tan colmado de virilidad en el Midas Mc Alister, pero no hubo mucho tiempo. El público la abarrotaba con preguntas tan intensas como ingeniosas, cargadas de un contenido intelectual tan enorme que me hizo volver a tener fe en el efecto que la literatura causaba en mis congéneres. En vez de ello, le pregunté sobre la historia de la portada, y justo fue allí cuando “la tarde en que abracé a Laura Restrepo” llegó hasta el cenit más sublime. Laura, que poseía total y absoluto dominio de las destrezas de control de grupo y de proyección en presentaciones, exclamó mi nombre—sí, dijo claramente y a viva voz “Yolanda”— y acto seguido pasó a contestar mi pregunta. Yo quedé en un trance en donde ella y yo éramos las únicas en aquella sala, y la escuché como un niño escucha la voz tierna y bondadosa de una madre que le instruye.
Laura me contó —debería decir nos contó pero no me da la gana— que cuando escribe, se siente como si estuviera vistiendo a una persona, y enseguida lo primero que hace es ponerle el sombrero. Ese “sombrero” viene a ser el título acompañado de la portada a su libro, y con relación a ésta nos indicó que la había visto en una exhibición de arte de la fotógrafa Sandy Skoglund. Le había gustado tanto que estuvo meses enteros intentando convencer a la artista para que le permitiera usarla y por fin lo logró.
Aún con sus ojos brillosos en apetencia de marullos y sed de arrecifes borinqueños, Laura fue lo suficientemente bondadosa y altruista como para abrir su cofre del tesoro y repartirnos joyas a cada uno. De todas las alhajas que nos brindó, las más que atesoré fueron dos. La primera de ellas: cuando nos habló de la génesis de Delirio, explicándonos que había escrito en grandes cartulinas de colores los nombres de las cuatro voces narrativas de la obra para irle adjudicando características y elementos exclusivos que resaltaran a lo largo de la historia las diferentes personalidades, gestión que por nada del mundo dejaba en manos del procesador de texto, puesto que prefería ver el entorno del mundo que iba creando y recreando como si fueran papiros de la más onerosa cartografía. Sin duda alguna para ella esto era el equivalente a un elemento de brújula imaginaria que le permitía distinguir cada punto cardinal fielmente desde un contexto más práctico.
Lo segundo: cuando nos mencionó el efecto que había causado su novela en el presidente del jurado José Saramago y la anecdótica pregunta que el premio Nóbel de Literatura le había hecho sobre Delirio: “¿contra quien estás saldando cuentas con esta historia, Laura?” ¡Ah!, y Laura nos contó que la perspicacia de Saramago no había caído en oídos sordos, porque en efecto —pasó a decirnos a continuación— “cuando escribimos desde el corazón, desde la memoria, y desde la realidad disfrazada que nosotros eventualmente disfrazaremos más, siempre se saldan cuentas con nuestros fantasmas, y demonios y delirios del pasado que nos angustian”. ¡Que la literatura sirve para saldar cuentas con nuestros tormentos!, dijo Restrepo, y yo me convencí. Toda una lección invaluable.
El conversatorio con Laura culminó y las inclemencias del tiempo afortunadamente mejoraron, así que nos pudimos ir un poco más secos devuelta a nuestros carros. Yo no sé los demás, pero lo que era yo, iba caminando descalza y con una enorme sonrisa que nada ni nadie sería capaz de borrarme del alma.
De izquierda a derecha: Mayra Santos-Febres, Laura Restrepo y Yolanda Arroyo.
Publicado originalmente en Derivas.net el martes, julio 26, 2005
De los seis años que trabajé en Borders, puedo decir que los mejores tres días de trabajo fueron los que pasé junto a Laura Restrepo, cuando vino a promover La Isla de la Pasión. Fue maravilloso estar con ella; con su hablar pausado, sus historias, los consejos que le brindó a futuros escritores, los relatos de sus libretas de apuntes, las historias de sus luchas políticas, sus visitas clandestinas a Bogotá y la angustia que le causa la estadía de su hijo en Colombia. Laura Restrepo ha sido la mejor autora con la que he trabajado en toda mi carrera. Me obligó a bajar las revoluciones del día a día para sacar tiempo para aprender y comparar. Caminamos por el Viejo San Juan, estuvimos de compras y hasta almorzamos en Guajanas en Rio Piedras. De hecho, ella quedó encantada con Río Piedras y la efervescencia que había como consecuencia de la muerte de Filiberto Ojeda Ríos. Coincido contigo Yolanda, ella supera cualquier expectativa.
ResponderBorrarAna Ivelisse