Por Yolanda Arroyo Pizarro
Hoy pasé por la casa que alguna vez compartimos en Summit Hills. Está dentro de los límites de Guaynabo City y aún recuerdo a Monique ayudándonos con la mudanza, aconsejando colores para las paredes, proponiendo lugares estratégicos para los adornos, los cuadros, los figurines, suplicándonos pudor en nuestras “actividades” (que los vecinos no las escuchen jadear, por favor, que las vecinas no las vean tomadas de mano, les imploro). Recuerdo a tu madrastra sugiriéndonos visitar un consejero espiritual para exorcizar aquel deseo indebido, que seguramente y según ella, se nos había colado gracias a nuestra inexperiencia de vida. Pubertad pasajera acaso, etapa que no duraría. ¿Decenios? Imposible.
No sabía ella que para esto ni siquiera existía babalao que lo desatase. No había Changó o Yemayá que lo disolviera, o gurú hindú, o fraile franciscano. No nos separaría Vishnú o Vasudhara, mucho menos el dios de los israelitas. Éramos dos nenas que se querían como hombre y mujer, aunque nadie nos lo hubiera enseñado.
La casa está pintada hoy de azul y ya no la alquilan. El apartamentito trasero, que hizo las de nuestro primer hogar, se ha vuelto marquesina, cochera de autos y cobijo de un bote. Las ventanas por donde curioseaba nuestra averiguá casera cobradora de mensualidades, han sido clausuradas. Ya no hay rejas, ni matojos, ni comején.
En aquel apartamentito arrullamos a nuestro primer hijo, le curamos la fiebre y preparamos sus botellas de leche. En aquel apartamentito nos abrazamos hasta el amanecer mil veces, sobre el linoleum de la sala o en el colchón del suelo de la alcoba, que hacía las de cama de nuestros amoríos. A aquel cuarto entré una vez, sin anuncios ni avisos y con sorpresa, tallé entre mis córneas tu primera infidelidad enredada entre unas piernas que no eran las mías. Te lloré como un río, me ayuda a expresar Maná. Y entretanto, cuando ya no estabas, te lloré todo un mar.
Hoy me vuelves a acariciar el rostro. Hoy vuelvo a borrar todo lo innecesario. No se puede seguir respirando sin aire, y tú eres aire. La brisa me trae de nuevo, en soliloquio, un único agradecimiento con lágrimas grises, por haberme venido a rescatar y rellenar mis pulmones.
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Fragmento II del libro inédito “Lo que sienten las mujeres vacías”.
Nice!
ResponderBorrarMe gusta el tono melancólico y espeso de la voz.
Sin duda, el azul es color de la amargura y la delicia... que cosa tan curiosa.
Un abrazo,
Coincido con ernestodarien... no dejas de sorprenderme. Sabes que me identifico demasiado con tu prosa, con tus historias. Sigue adelante, amiga.
ResponderBorrarBaby nos nos duro mucho. Parece que cuando eramos nenas nos amamos mejor.
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