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miércoles, mayo 13, 2009

Por ahí se viene colando otra Antología en Guatemala



Parece ser que este es el año de las Antologías. Editorial Piedra Santa ha gestado este otro proyecto y me ha invitado. Han incluido el cuento de mi autoría ‘Moridero de Olas’.

Aquí les incluyo un extracto del mismo:


YO FUI EL ÚNICO QUE llegó al barco por lo de las pastillas. Fui el primero a bordo bajo aquella condición. Así me lo explicaron. Las razones de los otros eran diferentes.

Después de mí, llegó Carolina, también con razones diferentes a la mía. Yo la traje. Tenía nombre de pueblo y un olor a guayabas que no se lo deshacía nadie. Se había criado con sus abuelos entre árboles de flamboyanes y palos de acerola. Había crecido retozando, construyendo sombreros con las cáscaras de las guanábanas. Jugaba a la guerra con encandilados tiros de pepitas de quenepas que te dejaban la piel roja y adolorida. Todo eso nos lo dijo la primera noche, antes de zarpar. Su cabello rojo grifo despedía la esencia de los campos, lo mismo que los vellos de su pubis. Guayaba pura.

La escogí por el desahucio de su rostro y el tic nervioso de la desesperanza que se le salía a flor de piel mientras guardaba fila en la sala de espera de un viejo hospital. Los líquidos que se le mezclaban en las mejillas le tiznaban las arrugas más visibles con desaliento. La rodeaban olores a podredumbre, a putrefacciones, a descomposición no sólo de la carne, sino también de la psiquis de quienes como ella, esperaban veredictos y nuevos diagnósticos allí alrededor suyo.

Pepi, que era el de más tiempo en el barco, y que fungía como capitán, le aclaró más en detalle por qué había sido escogida. Yo también se lo había explicado antes, pero Pepi lo hacía mucho mejor. Fue muy agradecida, muy amable. Pocas veces un tripulante era amable la primera noche. Pocas veces. Yo no lo había sido. Los llamé lunáticos. A todos. En especial a Pepi. Me había puesto violento y Gerald, el linfático, me agarró de los brazos. Marta “Reuma” y Santos el Amarillo, intentaron hablar de nuevo conmigo más tarde, esa madrugada. Quien único logró convencerme y hacerme entender fue Víctor, el del soplo en el corazón. Le dolía el pecho cada vez que respiraba. Sería el próximo capitán del barco; Pepi lo estaba entrenando. Víctor me lo expuso todo con una sonrisa intermitente en sus labios. Su boca se curveaba con cada aspiración. Recogía aire y el rostro se le retorcía de dolor en una mueca pintoresca. Botaba el aire y regresaban sus dientes separados. Su sonrisa, aunque breve y a ratos, era impactante.




EL BARCO TIRÓ EL ANCLA una noche de abril, cerca de las costas de Isla de Cabras. Se podía ver la ínfima línea costera de aquel litoral que compartía flora y fauna con su isla madre. La isla madre a lo lejos, pero tan cerca. La isla madre de taínos antiguos, de acogida de carabelas españolas en tiempos remotos, de fortificaciones con nombres de santos y garitas meadas, y cañones corroídos por el salitre. Isla madre rodeada de islas hijas. Isla de Cabras también era hija; un apéndice de la metrópoli discriminada por los isleños. Muy cerca tiene como vecina una industria de rones que por decenios ha tirado desperdicios a sus anchas en el mar que la rodea, empachándola, envenenándola. Convirtiendo las olas en burbujas de licores tropicales y cerveza, donde, a veces, hasta los peces zigzaguean borrachos. El olor a azúcares fermentados es insoportable.




CAROLINA ME CONFESÓ esa vez que nunca antes había visitado Isla de Cabras. Le conté que a mí me llevaban a sus playas de chiquito, a volar chiringas en excursiones de la escuela. Me preguntó por qué estaba yo allí y le conté de las pastillas. Doscientas veinticinco.

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