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miércoles, agosto 26, 2009

EN LAS LETRAS, DESDE PUERTO RICO
por Carlos Esteban Cana





El panorama literario puertorriqueño recibirá durante el segundo semestre del 2009 la colección Docenas de hornero, empresa que reúne, por primera vez, la vasta obra cuentística del narrador Antonio Aguado Charneco, bajo el sello editorial Biblioteca d Taller.

A continuación, ofrecemos a los lectores de Boreales un adelanto. Se trata del cuento Pisadas olorozas, incluído en el tomo Eroticuentos-Cuentoz con Zeta.




LAS PISADAS OLOROZAS


La conversación múltiple estaba enmarcada en risas y el tintineo del hielo con los vasos. El abigarrado grupo de cinco comensales esperaba en la cantina, del restaurante Flor de Calabaza, en lo que se desocupaba una mesa grande. El heterogéneo, a la vez que ruidoso, conciliábulo estaba compuesto de tres hombres y dos mujeres; una de ellas alzó su copa pidiendo atención, era Palmira de la fundación Todos a Leer, ella hizo un brindis:
--Por Guadalajara y su Feria del Libro. Por ésta gran ciudad que año tras año nos acoge para ofrendarnos, a los viciosos y viciosas de la palabra escrita, un festín que no tiene igual en el universo literario.
El coro de voces irrumpió en vivas para luego desbandarse en comentarios y libaciones: “¡Tanto de qué disfrutar!”; “No sólo de la Feria sino también los otros atractivos de Jalisco”; “¡Cómo el poblado de Tequila!”; “Y los tianguis en Tonalá”; “¡Arriba el Parián de Tlaquepaque!”; “En todo el mundo ésta es mi ciudad preferida”.
--Sobre eso debo diferir, mi favorita es Granada.-- Pronunció Mario Antonio, crítico literario y vinculado íntimamente con las palabras escritas.
--Bien pensado, la verdad que la Alhambra es sin igual.-- Apoyó Carlos Esteban., director de la revista Taller Literario.
El asentimiento de Zeta, la otra fémina, con ambarino mirar de esplendor y labios de tentación, se decidió por la capital tapatía del estado jalicense; tentativo su tartamudeo.
Se sucitó de inmediato una amistosa polémica, con tres favoreciendo a la mejicana Guadalajara y dos a la andaluza Granada; cada bando esbozando las causas por su favor. Del lado umbrío de la taberna surgió una voz muy queda, cual silbido de ánima:
--Perdonen la intromisión. Un amanecer no tiene por que ser más hermoso que otro... como un atardecer no tiene que ser más admirable que algún otro. Aunque, y un poco emparejando la contienda, yo debo alinearme del lado granadino. Permítanme disculpar el atrevimiento convidándolos a una ronda de copas.
--Aceptada la disculpa y los copetines. Pero... concédanos la merced de conocer el por qué de su opinión, favoreciendo Granada.-- Expresó Alfredo, el librero tertuliante.
La persona, que permanecía oculta en la penumbra, indicó al cantinero que sirviera las bebidas; alzó su vaso y la exigua luz refractó sobre el borde cubierto de sal; sorbió, quedó en silencio, luego inició el relato; todos esforzando en escuchar su musitar:
--De muy joven me capturaron la imaginación las narraciones de la Alhambra, por Washington Irving. Desde siempre me atrajo la civilización islámica ubicada, por más de ocho siglos, al sur de España; leía y releía todo cuanto caía en mis manos que en algo con ella tuviera que ver... La emoción me embargaba al recorrer caminos en los versos del poeta árabe Ibn Zamrak:
“La ciudad es una dama cuyo marido es el monte.
Está ceñida por el cinturón del río,
y las flores sonríen como alhajas en su garganta...”
Ansiaba con todo mi ser visitar aquellos espacios mágicos y... al fin se me dio, cuando la revista de viajes con la cual trabajaba precisó un reportaje. Se suponía que cubriera Jerez de la Frontera, con su industria de caldos vinícolas reforzados. Terminé la asignación en un dos por tres y de prisa fui a recalar, por el tiempo restante a Granada... Allá comprendí más aún a Federico García, al captar el espíritu de su letra, en el escribir:

“¡Con que trabajo tan grande
deja la luz a Granada!
Se enreda entre los cipreses
o se esconde bajo el agua”.
Todos los días visitaba la Alhambra, todas las noches con ella soñaba. Una sola contrariedad me hizo compañía, manteniéndose conmigo... el Gennat-Alarif, el palacio de los arquitectos, el Generalife, estaba cerrado por reparaciones. Solamente se podía incursionar hasta los jardines nuevos y vedados quedaban los altos: el Patio de la Sultana, los Pabellones Norte y Sur, el Patio de la Acequia.Yo miraba y todo me parecía conocido.
La tarde del penúltimo día de mi estadía subí por el barrio del Albaicín hasta el Sacromonte. Me habían informado, en el Parador, que los atardeceres se tenían que disfrutar desde allí. Me senté en el portal de una cueva-tablao, atendido por gitanos, y... ¡a la verdad!, que el panorama resultó ser espectacular... Los tintes en la puesta del sol le conferían cambiantes matices a la bermeja Alcazaba-alcazar y a la Sierra Nevada por igual. Todas mis expectativas fueron satisfechas, a excepción de una... el Generalife.
Envinillándome le di rienda suelta a mi frustración con uno de los meseros. Al rato él se volvió a acercar y me dejó saber que: “el cuñado de mi sobrina trabaja de celador durante las noches en el Generalife y por un Euro, seguido con par de ceros, él te dará paso”.
Estando de acuerdo en los términos por la cuesta cercana a La Mimbre nos aproximamos. Los dineros cambiaron de manos y en breve me encontré paseando, con la sola compañía de la luna, por el Patio de la Acequia... Los múltiples surtidores declamaban la poesía del agua, rodeados por setos de mirtos y entre cipreses.
Aquello era nuevo para mí, pero a la vez familiar... los arcos en herradura, los de estalactitas trémulas. Me apresuré, pués intuía que me acercaba a la Escalera de las Cascadas y... así fue. El líquido cantarino circulaba por los pretiles huecos que a los lados escoltaban la escalinata. Era, para mí, como si todo aquello lo hubiera paseado antes... mucho tiempo atrás.
Temblando de emoción dejé atrás el Pórtico Norte, con sus filigranas en escayola, y mosaicos de azulejos alicatados, me adentré en el Patio de la Sultana. Sentí los cabellos erizar al percibir una presencia y, sobre el murmullo acuático, escuchar un leve susurrar:
“Has demorado siglos, pero... sabía que volverías aquí, que nos encontraríamos. No intentes escabullirte, estamos uncidos por la eternidad”.
En aquél momento una nube ocultó la luna. Ráfagas de céfiro me envolvieron en el perfume de las adelfas, los azahares de mirtos y naranjales... la música en las fuentes y de las cascadas, del agua sobre el agua. La brisa acariciaba y me besaba por toda la piel. El césped me abrazó. Una boca en tyerciopelo se insinuó, y dedos de seda; yo sentía su contacto en los lugares más íntimos, por delante y detrás, arriba y abajo, mientras riadas de intenso placer me sacudían induciendo un sopor mesmerizante a la vez que debilitante.
Y así siguió, sin detenerse, hasta que llegaron lo iniciales albores; entonces... la silueta, de trazos lunínicos, se despidió para... desvanecerse... con olorosas pisadas, a naranjos y adelfas, azahares de arrayanas. Quedé según, alguna vez dijo Juan Ranón: “Cogido el corazón, como herido y convaleciente, con la luz y el agua que forman en mi fondo los laberintos más prodigiosos —cielos bajos, delirantes generalifes—“.
El grupo sintió que unos pasos invisibles se alejaron de la barra, aromáticos pasos con el perfume de adelfas y mirtos. Palmira oró un suspiro, luego dio paso a un declamar:
--Lo dijo Ganivet... “todavía hay quien, al visitar la Alhambra, creen sentir los halagos y arrullos de la sensualidad, y no siente la profunda tristeza que emana de un palacio desierto, abandonado de sus moradores, aprisionado en hilos impalpables que teje el espíritu de la destrucción, esa araña invisible cuyas patas urden sueños”.
Mario Antonio muy suavemente comentó: --Su voz era andrógina, y desconozco... lo que era, una loquera, hombre o mujer.
Carlos, preocupado siempre, preguntó: --¿Pagaría los tragos a los cuales invitó?
La mirada fantabulosa de Zeta sujetó la tuya, y... tú te preguntaste acerca de... cuantas existencias llevaban encontrándose.

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