Honduras es un espacio de respiración fragmentada. Estoy rodeada de gente comprometida con su país, gente que desea hacer patria. El docente que acaba de descubrir Onenote 2007, el que nos ofrece sus capacidades y realiza una mini conferencia, el docente Teki, el que colabora con el ancho de banda, el que me regala chocolates como diciéndome “bienvenida”. Y todos los demás repletos de vida con significado. Estoy rodeada de montañas, cerros como el de Yauco con casitas pintorescas que convierten al aeropuerto de Tegu en el más peligroso del hemisferio. Rodeada de respiraciones que se fragmentan en nubes azules y rojas, nubes besa picos, nubes que bajan hasta las calles y hacen neblina. Respirar. Ahora sí. Ahora no. Me enamoré de un chico tragafuegos de la calle. Lo he visto en los semáforos. Hace piruetas y malabares convirtiéndose él y los amigos en dragones. Lleva antorcha en mano, botella de gas o diesel en la otra. Bebe. Traga el líquido que en varios años le afectará la garganta, las cuerdas vocales, que quizás propicie los tumores y el cáncer. Lo traga y luego lo escupe sobre la antorcha encendida. La bola de fuego se alarga, se vuelve ángulo fálico que apunta al cielo, o al conductor tacaño del vehículo verde, porque no les da dinero. El músculo incandescente arrasa ventanas de cristal y asientos de pasajero. En ocasiones, esa misma lengua de candela se extravía, y si se ha derramado un poco de líquido flamable sobre la ropa o piel de los dragones, de mi dragon al que observo, accidentalmente éste se convierte en pira humana, hasta que otros lo ayudan o lo dejan quemar. Yo quiero un beso de fuego antes de la hoguera. Deseo probar el sabor de los labios gaseosos, la lengua dieselada. Respiro, con fragmentaciones dolorosas.
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jueves, enero 27, 2011
Honduras: lengua y fuego
Honduras es un espacio de respiración fragmentada. Estoy rodeada de gente comprometida con su país, gente que desea hacer patria. El docente que acaba de descubrir Onenote 2007, el que nos ofrece sus capacidades y realiza una mini conferencia, el docente Teki, el que colabora con el ancho de banda, el que me regala chocolates como diciéndome “bienvenida”. Y todos los demás repletos de vida con significado. Estoy rodeada de montañas, cerros como el de Yauco con casitas pintorescas que convierten al aeropuerto de Tegu en el más peligroso del hemisferio. Rodeada de respiraciones que se fragmentan en nubes azules y rojas, nubes besa picos, nubes que bajan hasta las calles y hacen neblina. Respirar. Ahora sí. Ahora no. Me enamoré de un chico tragafuegos de la calle. Lo he visto en los semáforos. Hace piruetas y malabares convirtiéndose él y los amigos en dragones. Lleva antorcha en mano, botella de gas o diesel en la otra. Bebe. Traga el líquido que en varios años le afectará la garganta, las cuerdas vocales, que quizás propicie los tumores y el cáncer. Lo traga y luego lo escupe sobre la antorcha encendida. La bola de fuego se alarga, se vuelve ángulo fálico que apunta al cielo, o al conductor tacaño del vehículo verde, porque no les da dinero. El músculo incandescente arrasa ventanas de cristal y asientos de pasajero. En ocasiones, esa misma lengua de candela se extravía, y si se ha derramado un poco de líquido flamable sobre la ropa o piel de los dragones, de mi dragon al que observo, accidentalmente éste se convierte en pira humana, hasta que otros lo ayudan o lo dejan quemar. Yo quiero un beso de fuego antes de la hoguera. Deseo probar el sabor de los labios gaseosos, la lengua dieselada. Respiro, con fragmentaciones dolorosas.
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