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jueves, diciembre 10, 2015

Lee las primeras páginas de la novela 'Violeta' de Yolanda Arroyo Pizarro aquí...

I wish I knew how to quit you.
— Jack Twist in Brokeback Mountain 




Un color. Una mujer. Una flor. Una tía cómplice. La traducción de un nombre desde el idioma griego. Un primer beso, sentadas ambas en los asientos del auto prestado que ha facilitado el padre. El padre violador. El progenitor culpable que lo presta todo, que lo permite todo, que lo facilita todo con tal que no se entere la esposa, los otros hijos, la familia; con tal que la sospecha no vuelva a llegar a los oídos de la tía encubridora, cómplice por permanecer en silencio. Eso es lo que significa ‘violeta’. Un color. Una mujer. Una flor. Una tía cómplice. La variación de un nombre desde el calco idiomático griego del latín.
Toda la historia es contenida en ese segundo en que la mirada retadora de Violeta me observa. Violeta levanta la ceja, advirtiéndome. Somos contrincantes, parece decir. Y lo que es peor, parecemos decir ambas yo voy a ganar.
Aquí estamos. Una frente a la otra, gladiadoras. Dos muecas antipáticas que retozan en el juego de poder. Dos estelas, acaso devastadas, siendo perseguidas por la cola de un cometa y sus escombros. Vita Santiago es el escombro, es el asteroide que colisiona, es lo que nos mantiene conectadas a un odio ancestral.


Los pedazos de antimateria flotan y Vita es la mujer en el medio, botín de guerra. Ruinas que sobrenadan el espacio inaprensible de nuestros ojos rivales. ¿Será demasiado pretencioso pedirle a ella, a esa otra, que se levante y se marche? ¿Será demasiado jactancioso levantarme y largarme yo? ¿Seremos un cliché peleando por una mujer a la que se pretende amar, quien a su vez pretende o suponemos que solo ama a una de nosotras?
Vita Santiago es la manzana de la discordia, y allí estamos sentadas su mujer y yo, frente al escaparate de un restaurante en Condado.


Respiro y mitigo la tentación de llevarme la mano al cuello para tomarme el pulso desde la vena de la nuca. Estoy afectada. Ella también lo está. A mí me encabrona su pelo lacio, largo, como el de las Miss Universe, y el tatuaje en su hombro derecho adornado con pétalos de orquídeas que asemeja una W, porque es el símbolo de la unión de la primera letra del nombre de ambas: Vita-Violeta. V y V. Un binomio que no puede ni debe permitirse. A ella es obvio que le molesta mi afro, los rizos despeinados que sobresalen del mismo y la intensidad de mi color de piel, negra bien negra, casi brillosa, y de seguro hasta mis libras de más. Es posible que eso último sea lo peor, lo que más la saca de quicio, dado el mantenimiento intensivo de abdominales pronunciados y piernas torneadas por el ejercicio cardio-pulmonar al que semanalmente se somete ella.
Más de una vez se habrá convencido de lo imposible de mi superioridad sobre sus ventajas. Gracias a mi no-esbeltez piensa que soy fácilmente desechable. Piensa o pensaba, porque si está aquí, frente a mí, luego de haberme pedido esta audiencia, es obvio que duda. Es obvio que no está segura de ella ni de sus tretas para mantener a su lado a Vita Santiago.
A pesar de mi visible voluptuosidad, de mis carnes grandes de mujer grande, de mis caderas y amplios glúteos cual venus de hotentote, y de las estrías que ella no puede ver gracias a las telas de mi atuendo, la esposa de Vita Santiago me teme.
Teme a mi seducción. Teme a mi astucia. Teme a los años de relación intermitente que me dan delantera. Porque ella, la doncella de la perfección estética llegó ayer, como quien dice. Son dos años de estar juntas, a lo sumo, si mal no recuerdo. Pero yo he estado aquí por más de veinte. Queriendo y sin querer. Jugando incluso el papel que ahora ostenta ella, el de esposa oficial. Y jugando el rol de amante pasajera, o de querida exótica, y hasta el de concubina geisha.  
Y para Violeta no es nuevo este asunto. Este asunto que tiene que ver conmigo. Vita Santiago le habló de mí tan pronto se conocieron. 



Tengo una situación complicada con una mujer que vive en Puerto Rico, te dijo durante la segunda cita. Y tú, Violeta, no te habías quedado atrás. Le dijiste que estabas casada con un piloto comercial. Casada y con un hijo. Un hijo que era de la primera esposa fallecida de él, y al cual tú habías casi criado, convirtiéndose aquello en una situación perfecta para ti que siempre habías deseado hijos, pero que no estabas dispuesta a embarazarte porque eso te dañaba la figura.
Ahora de seguro estarás comparando tu belleza refinada de tez morena clara, “trigueña” como la llaman tantos, con mi ordinaria piel prieta, con mi papada, con mis cachetes. Y de seguro te preguntarás qué ve Vita en mí. Qué sigue buscando aquí, entre estos muslos de textura de naranja. Al parecer es algo que tú no puedes darle. O si se lo das, se cansa de manera facilona y regresa a mi pulpa de parcha granulada. No lo entiendes, Violeta. Te miro con intensidad mientras pides el vino de la casa y me doy perfecta cuenta de que no lo entiendes. Ni lo entenderás.
Pienso que la conversación que nos disponemos a tener esta mujer y yo es un ejercicio fatuo, irremediable, que no nos llevará a ningún lado. Pero igual he accedido a encontrarme con ella por dos razones.
La primera es el desosirio  que siento en su voz cuando llama a mi oficina a principios de semana. Suplica que nos veamos. Dice que viajará desde el hogar que comparte con Vita en Estados Unidos porque le urge que hablemos de una buena vez. Mentirá sobre las razones de su viaje; dirá que se encuentra obligada a ver a alguien de la familia en Ponce. Tiene parientes en el sur de la Isla. Enfermará o matará a alguna tía abuela o prima segunda lejana.
Llora al teléfono. No puedo evitar decir que sí, levemente conmovida. La segunda razón por la que acepto, con algo de perturbación, es que tengo curiosidad por saber detalles del proceso de gestación de ambas, al que se expusieron el año pasado para tener a sus dos hijas. Siento morbosidad por descubrir algunos detalles. Vita no los menciona todos durante algunos de nuestros encuentros.
Viajo a verla en tres ocasiones: justo después de que se insemina, cuando cumple el primer trimestre de embarazada y luego a sus seis meses. En todas las ocasiones hemos hecho el amor, pero no he podido obtener de ella una confesión honesta sobre por qué ha accedido a dejar a un lado su estereotipada y por demás consabida actitud masculina para gestar vida en su vientre. Y eso me intriga. Quizás algo que diga su mujercita me lo aclare.


Mientras ordeno una copa de champaña al mesero, noto con el rabillo del ojo que Violeta me estudia. Pienso en todas las ocasiones en que ha debido descartar mi presencia como amenaza sintiéndose superior, con total ventaja, y sin embargo… sin embargo aquí está ahora, citándose conmigo, demostrándome sus inseguridades y dejándome saber cuánto teme. Porque teme. Teme perder a Vita Santiago. Por eso me ha citado aquí. Por eso ha viajado desde Castro, San Francisco. Por eso ha dejado la comodidad de su hogar amplio, de cuatro cuartos, aire acondicionado, calefacción  y piscina. Ha dejado a sus hijas bajo el cuidado de la niñera, la propia Vita, sus padres, abuelos consentidores, para volar y venir a verme. Quiere mirarme a la cara. Quiere decírmelo a los ojos. Ella. La mujer cuyo nombre es Violeta. Un color. Esta mujer sentada frente a mí. Una flor.  Como la primera que me regaló alguna vez Vita.
Pienso además en que Violeta es también el nombre de la tía cómplice que guardó silencio durante nuestra adolescencia cuando se enteró de lo que le hacía el padre de Vita Santiago a esta. ¡Cuánta coincidencia! Violeta es también la traducción al español de un nombre de raíz grecolatina: Iolante.
Mi nombre es Iolante. Esa soy yo. Ion significa violeta, ante, anthos significa flor. Pareciera que Vita Santiago colecciona todo tipo de violetas a su paso.
Y pensar en Vita Santiago, es pensar en nuestro primer beso, sentadas ambas en los asientos del auto prestado que ha facilitado el padre. Tenemos diecisiete años y salimos de la discoteca.






El primer beso lésbico de tu vida, te lo da tu mejor amiga. Aquella que sabe que eres heterosexual, que te asegura que respeta eso y que no cruzará líneas, aunque te aclara en cada oportunidad que te encuentra extremadamente atractiva.
Tu mejor amiga es aquella que te abraza y te permite llorar por el novio que te ha sido infiel. Es la que promete convencer a su padre de que te pague el colegio privado, para que no tengas que regresar a la escuela pública en el último año de high school debido a que en tu casa no les da el dinero para tu educación privada del año entrante. Es la que sabe de tu curiosidad hacia las chicas— ya se lo has confesado antes— pero te dice, con cierta astucia emocional que ni te avientes, que no vale la pena. Las mujeres son muy complicadas de por sí, y si encima entra una en relación amorosa con otra, la complicación es exponencial. Demasiado lío, te aclara.
Tu mejor amiga es también la que te acerca un ramo de lirios cala, de violetas africanas, de orquídeas de vainilla —que de seguro no ha podido comprar ella— la tarde en que celebran tu cumpleaños número diecisiete. La misma tarde en que se van a Viejo San Juan a celebrar, y la noche las encuentra metidas en una discoteca en la que bailan juntas, seductoras, para sorpresa de muchos presentes moralistas que se quejan con el manager porque entienden que ese tipo de comportamiento pertenece a otros lugares con una demografía más open. Y las echan. Caminan abrazadas, adoquines abajo, por las calles de la ciudad amurallada.
Esa es tu mejor amiga. La que responde en la afirmativa cuando suplicas, cerca de uno de los callejones, que te bese, que ya no soportas más. Es la que te dice, aquí no, puede pasarnos algo. Y te lleva hasta el auto prestado. Allí sella la promesa que desde hace tiempo y en silencio, se vienen haciendo.
Es la que se dedica a adorar tu cuerpo adolescente toda la noche, a abrir las cuencas con sus manos, esa nueva y desconocida genitalia que ahora se convierte en tu vicio. Vita Santiago te dice a toda hora, desafiando todo pronóstico, que eres la mujer más bella del mundo, y que portas el color violeta más adorable del planeta. El negro más negro y más aceitoso; el afro avoraginado más deseable, más mullido; el pubis más terso y acolchonado.

Vita se esmera además en encontrar similitudes de tu nombre en otros referentes y eso te endiosa. Para ella Eres la guardiana de Hércules, el subplot de Iolante y Calypso, un poema de Phillip Massinger. Hitopadesha, el folclor bengalí, un fragmento del Decamerón de Boccaccio, la ópera de un acto de Tchaikovski. Eres el personaje de La revuelta de Afrodita, tres especies de insectos, un ancestro de Poseidón y la mutante del universo X-men. Eres el prodigio lila, te dice al final de todos y cada uno de estos hallazgos, la jugosidad violeta.

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