Soy fanática de las lluvias de meteoros, estrellas caídas que nos bañan. Hace dieciséis años, acostada en el baúl de una Ford Explorer estacionada en el malecón de la bahía de Fajardo, por donde se aborda el ferry, hice el amor en medio de un torrencial de Perseidas. Las Lágrimas de San Lorenzo bañaron los cuerpos del padre de Aurora y de mí. Por supuesto, era agosto. Estos cuerpos celestes solo se ven en esta época, especialmente del 11 al 15 del mes, con un pico de actividad máxima cerca del día 12. Por supuesto era joven, era ingenua, tenía ganas y creía promesas. Por supuesto, no me arrepiento. Me acababa de escapar de otra vida. Había hecho maletas y poseía algunas pertenencias que fácilmente cabían en varias bolsas de basura negras Glad. Estaba a punto de contraer nupcias cinco meses después de aquel episodio, las lluvias de agosto, pero aún no lo sabía. No me lo sospechaba. Lo que sí sabía era cuánto me enloquecía aquel hombre-cuerpo que se acurrucaba al lado mío, cuánto hacía vibrar mi esqueleto, cuanto hacía girar mi corazón de solo verlo, escucharlo, olerlo. Tampoco sospechaba que seis años más tarde este hombre meteorito iba a preñarme, ni que se iba a divorciar de mí el año pasado. Las Perseidas probablemente han tenido algo que ver con todo.
También espero las lluvias de septiembre y de octubre y de noviembre. Me gusta velarlas a todas. Les hago antesala. Dracónidas, Oriónidas, Leónidas, Gemínidas. Respiraciones, muchas. Suspiros, muchos más.
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