Dedicado a Salamandra, el poemario de Octavio Paz (1961).
Premio Autora Notable 2003—Editorial Pegaso Argentina
Tocó mis pliegues luego de mirarme a los ojos incandescentes. Cambiaron de color. Somos de sangre fría, pero en ese momento la mía se calentó. Descubrí que éramos muy similares. Manos y pies como aletas anfibias, escamas transparentes camaleónicas, branquias de membrana fina y alveolar en forma de serpiente. La fascinación de saberlo, de descubrir todo aquello de mí, le hizo cambiar sus colores termales. Pestañeé; erupciones de volcán inexplorado afloraron entre mis poros. Aspiré; piedras de coral en mares de neptuno me harían recodarlo desde ese momento para toda la vida. Exhalé; su naturaleza de salamandra con aroma de madera le hizo expeler perfume de especias. Olía a su madriguera, lo pude intuir.
Me comunicó lo del libro, su vivienda permanente desde que el amo le descubriera. Antes dormitaba nervioso, entre las hojas con lunares por letras; ahora se adecuaba al aposento de los versos con textura serena. El libro es el regalo a la mujer, y él, reptil flamante, su custodio.
El amo lo había descubierto por voz de la fémina sobresaltada. Ella, observando al lagarto con gracia, le había otorgado permiso para pernoctar a sus anchas. Espíritu elemental del fuego era el salamandra. Y ella, una sirena con dotes mágicos y poderes gitanescos obtenidos en un rito hechicero boca a boca, lava y mil fuegos.
El libro a veces humea a cigarro, a Cohíba, a tequila azul agave; en ocasiones, si se le lame lentamente, sabe a mermelada de melocotones. Él entonces, salamandra macho al fin, se sale y lo deja impregnarse de la esencia azafrán que la mujer del amo despide en cada convulsión. Vive en secreto totalmente conquistado por la hembra. Resiente que muchas veces su dueño también despida una convulsión perdido sobre ella.
“Soy un anfibio batracio”, le expliqué para convencerlo, para darle conversación y para tratar de hacerle parpadear, porque se quedaba en silencio mucho rato mirando mi complejidad escamosa. Cosa rara ésa, no huía ya de mí para irse a esconder en las páginas, ni merodeaba con sorna mi aspereza de unos doce besos de longitud. Tampoco corría ya por las paredes. Me olfateaba, me cercaba circularmente, me estudiaba imperioso. Aunque todavía se perdía fantaseando con mi cola y sus rojos y verdes y turquesas, como viendo a la gitana, en vez de verme a mí. “Yo sé perfectamente lo que eres. Cola de anguila” me llamó en una ocasión y ese día expandí mi cresta provocando la prolongación de la suya que se cernía altiva por encima del lomo. “Y tú tienes la piel granujienta” imputé yo, “de color pardo con manchas negruzcas en el dorso y rojizas en el vientre que saben a mar azul”. Entonces le pasé la lengua y concluí: “Salado.”
Que me parecía a la mujer del amo, decía él, y me confesó varias veces que en las noches de su acoplamiento vagaba insomne, mirándolos aparearse hasta un rato infinito. Yo me quise reproducir escuchándolo. Me llegó el celo y sus palabras me provocaron. Prismas y vitrales de agua; aire en combustión. Salamandras y tritones. La conciencia nos trató de convencer de nuestras diferencias, pero escalamos más allá de la conjunción de especies, permitiéndonos gemidos híbridos. El macho situado bajo la hembra; abrazos de patas anteriores y posteriores. Acto en desenfreno. Espermatóforos en el suelo. Abro mi espacio de hembra para él; luego nos dirigimos al agua. Deposito los huevos, los suyos, los míos; me besa los ojos y regresa al libro a vivir tomándome de las patas. Al cabo del tiempo y de los siglos, nos saludan las larvas aún sin branquias, inmortalizando nuestro paso por esencias en perfume pacholí.
Los amos continúan amándose en abrazo de eternidad sobre sabanas de milenios y tierra seca. Él a veces le lee poemas de Octavio Paz. Ella entonces decide aferrarse a su nuca. Se deja seducir. Con cautela, en más de una ocasión, la gitana abre el libro. Miles de ojos acompañados de un salamandra y una tritón se mecen entre las metáforas.
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