I wish I knew how to quit you.
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Jack Twist in Brokeback Mountain
Un color. Una
mujer. Una flor. Una tía cómplice. La traducción de un nombre desde el idioma griego.
Un primer beso, sentadas ambas en los asientos del auto prestado que ha facilitado
el padre. El padre violador. El progenitor culpable que lo presta todo, que lo
permite todo, que lo facilita todo con tal que no se entere la esposa, los
otros hijos, la familia; con tal que la sospecha no vuelva a llegar a los oídos
de la tía encubridora, cómplice por permanecer en silencio. Eso es lo que
significa ‘violeta’. Un color. Una mujer. Una flor. Una tía cómplice. La variación
de un nombre desde el calco idiomático griego del latín.
Toda la historia es contenida en ese segundo en
que la mirada retadora de Violeta me observa. Violeta levanta la ceja, advirtiéndome.
Somos contrincantes, parece decir. Y lo
que es peor, parecemos decir ambas yo voy
a ganar.
Aquí estamos.
Una frente a la otra, gladiadoras. Dos muecas antipáticas que retozan en el
juego de poder. Dos estelas, acaso devastadas, siendo perseguidas por la cola
de un cometa y sus escombros. Vita Santiago es el escombro, es el asteroide que
colisiona, es lo que nos mantiene conectadas a un odio ancestral.
Los pedazos de antimateria flotan y Vita es la
mujer en el medio, botín de guerra. Ruinas que sobrenadan el espacio
inaprensible de nuestros ojos rivales. ¿Será demasiado pretencioso pedirle a
ella, a esa otra, que se levante y se marche? ¿Será demasiado jactancioso
levantarme y largarme yo? ¿Seremos un cliché peleando por una mujer a la que se
pretende amar, quien a su vez pretende o suponemos que solo ama a una de
nosotras?
Vita Santiago es la manzana de la discordia, y
allí estamos sentadas su mujer y yo, frente al escaparate de un restaurante en
Condado.
Respiro y mitigo la tentación de llevarme la mano
al cuello para tomarme el pulso desde la vena de la nuca. Estoy afectada. Ella
también lo está. A mí me encabrona su pelo lacio, largo, como el de las Miss Universe, y el tatuaje en su hombro
derecho adornado con pétalos de orquídeas que asemeja una W, porque es el
símbolo de la unión de la primera letra del nombre de ambas: Vita-Violeta. V y
V. Un binomio que no puede ni debe permitirse. A ella es obvio que le molesta mi afro, los rizos despeinados que
sobresalen del mismo y la intensidad de mi color de piel, negra bien negra, casi
brillosa, y de seguro hasta mis libras de más. Es posible que eso último sea lo
peor, lo que más la saca de quicio, dado el mantenimiento intensivo de
abdominales pronunciados y piernas torneadas por el ejercicio cardio-pulmonar
al que semanalmente se somete ella.
Más de una vez se habrá convencido de lo
imposible de mi superioridad sobre sus ventajas.
Gracias a mi no-esbeltez piensa que soy fácilmente desechable. Piensa o
pensaba, porque si está aquí, frente a mí, luego de haberme pedido esta
audiencia, es obvio que duda. Es obvio que no está segura de ella ni de sus
tretas para mantener a su lado a Vita Santiago.
A pesar de mi visible voluptuosidad, de mis
carnes grandes de mujer grande, de mis caderas y amplios glúteos cual venus de hotentote,
y de las estrías que ella no puede ver gracias a las telas de mi atuendo, la
esposa de Vita Santiago me teme.
Teme a mi seducción. Teme a mi astucia. Teme a
los años de relación intermitente que me dan delantera. Porque ella, la
doncella de la perfección estética llegó ayer, como quien dice. Son dos años de
estar juntas, a lo sumo, si mal no recuerdo. Pero yo he estado aquí por más de
veinte. Queriendo y sin querer. Jugando incluso el papel que ahora ostenta
ella, el de esposa oficial. Y jugando el rol de amante pasajera, o de querida exótica,
y hasta el de concubina geisha.
Y para Violeta no es nuevo este asunto. Este
asunto que tiene que ver conmigo. Vita Santiago le habló de mí tan pronto se
conocieron.
Tengo
una situación complicada con una mujer que vive en Puerto Rico, te dijo durante la segunda cita. Y tú, Violeta,
no te habías quedado atrás. Le dijiste que estabas casada con un piloto
comercial. Casada y con un hijo. Un hijo que era de la primera esposa fallecida
de él, y al cual tú habías casi criado, convirtiéndose aquello en una situación
perfecta para ti que siempre habías deseado hijos, pero que no estabas
dispuesta a embarazarte porque eso te dañaba la figura.
Ahora de seguro estarás comparando tu belleza refinada
de tez morena clara, “trigueña” como la llaman tantos, con mi ordinaria piel
prieta, con mi papada, con mis cachetes. Y de seguro te preguntarás qué ve Vita
en mí. Qué sigue buscando aquí, entre estos muslos de textura de naranja. Al
parecer es algo que tú no puedes darle. O si se lo das, se cansa de manera
facilona y regresa a mi pulpa de parcha granulada. No lo entiendes, Violeta. Te
miro con intensidad mientras pides el vino de la casa y me doy perfecta cuenta
de que no lo entiendes. Ni lo entenderás.
Pienso que la conversación que nos disponemos a
tener esta mujer y yo es un ejercicio fatuo, irremediable, que no nos llevará a
ningún lado. Pero igual he accedido a encontrarme con ella por dos razones.
La primera es el desosirio que siento en su voz cuando llama a mi
oficina a principios de semana. Suplica que nos veamos. Dice que viajará desde
el hogar que comparte con Vita en Estados Unidos porque le urge que hablemos de
una buena vez. Mentirá sobre las razones de su viaje; dirá que se encuentra
obligada a ver a alguien de la familia en Ponce. Tiene parientes en el sur de
la Isla. Enfermará o matará a alguna tía abuela o prima segunda lejana.
Llora al teléfono. No puedo evitar decir que sí,
levemente conmovida. La segunda razón por la que acepto, con algo de
perturbación, es que tengo curiosidad por saber detalles del proceso de
gestación de ambas, al que se expusieron el año pasado para tener a sus dos
hijas. Siento morbosidad por descubrir algunos detalles. Vita no los menciona
todos durante algunos de nuestros encuentros.
Viajo a verla en tres ocasiones: justo después de
que se insemina, cuando cumple el primer trimestre de embarazada y luego a sus
seis meses. En todas las ocasiones hemos hecho el amor, pero no he podido
obtener de ella una confesión honesta sobre por qué ha accedido a dejar a un
lado su estereotipada y por demás consabida actitud masculina para gestar vida
en su vientre. Y eso me intriga. Quizás algo que diga su mujercita me lo
aclare.
Mientras ordeno una copa de champaña al mesero,
noto con el rabillo del ojo que Violeta me estudia. Pienso en todas las
ocasiones en que ha debido descartar mi presencia como amenaza sintiéndose
superior, con total ventaja, y sin embargo… sin embargo aquí está ahora, citándose
conmigo, demostrándome sus inseguridades y dejándome saber cuánto teme. Porque
teme. Teme perder a Vita Santiago. Por eso me ha citado aquí. Por eso ha
viajado desde Castro, San Francisco. Por eso ha dejado la comodidad de su hogar
amplio, de cuatro cuartos, aire acondicionado, calefacción y piscina. Ha dejado a sus hijas bajo el
cuidado de la niñera, la propia Vita, sus padres, abuelos consentidores, para
volar y venir a verme. Quiere mirarme a la cara. Quiere decírmelo a los ojos.
Ella. La mujer cuyo nombre es Violeta. Un color. Esta mujer sentada frente a mí.
Una flor. Como la primera que me regaló
alguna vez Vita.
Pienso además en que Violeta es también el nombre
de la tía cómplice que guardó silencio durante nuestra adolescencia cuando se
enteró de lo que le hacía el padre de Vita Santiago a esta. ¡Cuánta
coincidencia! Violeta es también la traducción al español de un nombre de raíz grecolatina:
Iolante.
Mi nombre es Iolante. Esa soy yo. Ion significa
violeta, ante, anthos significa flor. Pareciera que Vita Santiago colecciona todo
tipo de violetas a su paso.
Y pensar en Vita Santiago, es pensar en nuestro
primer beso, sentadas ambas en los asientos del auto prestado que ha facilitado
el padre. Tenemos diecisiete años y salimos de la discoteca.
El primer beso lésbico de tu vida, te lo da tu
mejor amiga. Aquella que sabe que eres heterosexual, que te asegura que respeta
eso y que no cruzará líneas, aunque te aclara en cada oportunidad que te encuentra
extremadamente atractiva.
Tu mejor amiga es aquella que te abraza y te
permite llorar por el novio que te ha sido infiel. Es la que promete convencer
a su padre de que te pague el colegio privado, para que no tengas que regresar
a la escuela pública en el último año de high
school debido a que en tu casa no les da el dinero para tu educación privada
del año entrante. Es la que sabe de tu curiosidad hacia las chicas— ya se lo
has confesado antes— pero te dice, con cierta astucia emocional que ni te
avientes, que no vale la pena. Las mujeres son muy complicadas de por sí, y si
encima entra una en relación amorosa con otra, la complicación es exponencial. Demasiado lío, te aclara.
Tu mejor amiga es también la que te acerca un
ramo de lirios cala, de violetas africanas, de orquídeas de vainilla —que de seguro
no ha podido comprar ella— la tarde en que celebran tu cumpleaños número
diecisiete. La misma tarde en que se van a Viejo San Juan a celebrar, y la
noche las encuentra metidas en una discoteca en la que bailan juntas, seductoras,
para sorpresa de muchos presentes moralistas que se quejan con el manager porque entienden que ese tipo de
comportamiento pertenece a otros lugares con una demografía más open. Y las echan.
Caminan abrazadas, adoquines
abajo, por las calles de la ciudad amurallada.
Esa es tu mejor amiga. La que responde en la
afirmativa cuando suplicas, cerca de uno de los callejones, que te bese, que ya
no soportas más. Es la que te dice, aquí
no, puede pasarnos algo. Y te lleva hasta el auto prestado. Allí sella la
promesa que desde hace tiempo y en silencio, se vienen haciendo.
Es la que se dedica a adorar tu cuerpo
adolescente toda la noche, a abrir las cuencas con sus manos, esa nueva y
desconocida genitalia que ahora se convierte en tu vicio. Vita Santiago te dice
a toda hora, desafiando todo pronóstico, que eres la mujer más bella del mundo,
y que portas el color violeta más adorable del planeta. El negro más negro y
más aceitoso; el afro avoraginado más deseable, más mullido; el pubis más terso
y acolchonado.
Vita se esmera además en encontrar similitudes de
tu nombre en otros referentes y eso te endiosa. Para ella Eres la guardiana de
Hércules, el subplot de Iolante y
Calypso, un poema de Phillip Massinger. Hitopadesha, el folclor bengalí, un
fragmento del Decamerón de Boccaccio, la ópera de un acto de Tchaikovski. Eres
el personaje de La revuelta de Afrodita,
tres especies de insectos, un ancestro de Poseidón y la mutante del universo
X-men. Eres el prodigio lila, te dice al final de todos y cada uno de estos hallazgos,
la jugosidad violeta.
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