Fuente: Publicación La Revista, Periódico El Nuevo Día
“... y llegó a hallar una enredadera silvestre
y se puso a recoger de ella calabazas”.
2 Reyes 4:39
Le encantaba aquella enredadera, especialmente porque era un adorno vivo para su hogar. Por eso había colocado varios travesaños en el suelo, los había enterrado con un martillo al lado de las raíces, y había permitido que la higuera trepadora se apegara a las paredes. Paredes nuevas. La enredadera le hacía creer con cada primavera, con cada retoñar de año en año, que poseía paredes nuevas.
Y así debía ser. Así debía ser para olvidar, para no mirar atrás las noches de espíritu carnavalesco que la poseían y que le traían remembranzas de su voz melodiosa acompañada de una samba exótica y de tonos insinuantes. Los ritmos le recordaban siempre a los hombres que la acechaban con el trópico impetuoso, el trópico de pájaros violáceos, de selvas impresionantes. Amelia y su contoneo que ahora debía esconder. Que ahora, hecha señora de bien, debía evitar.
Se lo debía a ella y a la familia. Se lo debía a ella y a la nena grande, y al nene menor, y a los de en medio. Se lo debía al marido que la había sacado de aquella mala vida.
Se lo debía al aire que respiraba, a la casa comprada con sacrificios al otro lado del país, exiliada del mal de bocas, alejada de los chismosos. Disfrutaba la casa, la pendiente que en ocasiones se vestía de lodos, el río más allá de tres millas pero expectante, pero siempre presente.
Cantaba en medio de las grandes extensiones al aire libre, adornadas con plantas vivas, con plantas que susurraban su nombre. Amelia, Amelia. Juan Bosch alguna vez lo dijo, y su compatriota marido se jactaba: dejar atrás la línea ecuatorial, y con ella el espíritu carnavalesco. Hasta al desierto mismo se hubiera marchado él para cumplirle promesas, pero Amelia no quiso emigrar tomando aviones. Aceptó los viajes en carro o autobús, eso fue todo. Le gustaba el poco verdor, la escasa lluvia con una llamarada de flores y plantas que a veces se prendían en fuego. Le gustaba la sequía de la Perla del Sur desde su casa campestre, pero mucho más cuando podían viajar al centro urbano a hacerse de artículos y víveres en los centros comerciales o en la plaza.
Sus encantadoras enredaderas trepadoras incluían a la hiedra inglesa, las aráceas y la propia higuera que daba el toque final. Unas plantas floridas estaban atractivamente colocadas debajo de su lámpara de mesa, donde la iluminación les proveía la luz necesaria para un buen crecimiento, pero donde la misma luz hacía resaltar un llanto de extrañar la vida anterior, que a veces llegaba sin querer.
Poseía enredaderas en torno a una madera de playa, dándole la vuelta a una rama erguida. Había intentado otra especie en una maceta, cuando se dio cuenta de pronto que la barriga le era muy grande ya para ocultarla. Le había tomado meses decidir. Le había tomado meses y no había decidido. Luego tragó mejunjes y brebajes, pero nada había sucedido.
Plantó varios gajos de orquídeas mientras le confesaba al marido. Eran dos, había dicho el médico. Dos latidos.
¿Qué pasa si no heredan lo mulato de él, como sus demás hijos? ¿Qué pasa si no requintan en el rasgo afroantillano de ella, como era el caso de la mayor? Tener dos hijos gotas de agua que no se pareciesen a nadie en la familia podría ser un extraordinario peligro en las lenguas de los vecinos. Destrozarían la dignidad del buenazo de su esposo entre su familia y amigos. ¿De dónde han salido esos rubios platinados de ojos claros? Un riesgo gratuito. El coterráneo de Juan Bosch sería el hazmerreír de todos.
Un sincero perdón a la flaqueza femenina no disuadió al marido, que a todas luces carecía de los medios económicos para terminar aquella abominación. Todo su dinero iba a la comida, a los zapatos, a la ropa, a pagar la luz y el agua, con un sueldo de obrero de la construcción que no rendía planillas. Y los préstamos de sus conocidos, que ya eran varios, estaban destinados a pagar las emergencias médicas imprevistas, al arreglo del carrito o la nevera. El río, le dijo. El río ha de sanar nuestra reputación.
El día de los dolores, Amelia enfiló jalda abajo, enlodándose de a poco, puesto que había lloviznado. Contó las palmeras verdes, dio un giro a su cabeza que le permitió disfrutar de las paredes enredadas a lo lejos. Paredes nuevas, paredes verdes.
Adorno vivo.
Pujó ya metida en la corriente, aguantada de un tronco. Pujó como quien ha pujado otras veces, apenas dolida por las contracciones, que fueron pocas como los escupitajos. Habiendo roto fuente permitió que su océano se mezclara con las aguas, los cordones umbilicales, las placentas.
Dos enredaderas le brotaron del cuerpo, se encaramaron en la superficie, la halaron, despidieron savia a gritos. Dos enredaderas que manotearon, que flotaron un rato y se hundieron después. Dos enredaderas sin tallo, con raíces anegadas a Amelia. Hay que cortar las raíces. Hay que cortarlas.
6 comentarios:
Felicitaciones, Yoly.
Mientras tomaba el café del domingo junto a mi hija perruna tuve este "celebrity sighting" al leer el nuevo día. :):)
Ay que orgullo conocerte Yolanda. Muchas felicitaciones.
Un abrazo brujil.
De acuerdo con Estela, lo primero que hice fue que le dije a mi mujer, mexicana, mira, la que escribió esto fue mi amiga Yolanda...
Estoy de acuerdo con los compañeros. Yolanda, estoy muy feliz y orgullosa de conocerte... Eres grandiosamente talentosa y transmites un divino calor humano.
Este cuento tiene dos grandes cualidades, la primera, establece un estilo, lo segundo se presenta con originalidad.
¡Que conmoción has causado en mis adentros!
¡Has demostrado que lo perfecto no es exclusivo de Papa Dios!
Como diría mi nena: ¡Esto esta Brutal! ¡Es perfecto!
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