Recién se inician los estudios en torno a la literatura Post- Septiembre 11, luego del ataque a los Twin Towers en 2001. En un ensayo que escribí cerca de esos años, titulado 'Plétora literaria durante la tragedia' menciono:
En ocasiones cuando los eventos se precipitan rápidamente o por accidente, la mente sólo conoce una salida, una evasión: la escritura. Y hacia ella se dirige desbocada. Un atentado en Madrid, autobuses volando por los aires en Londres, un estallido de torres en Nueva York, una bomba que nos explota en la calle del frente; todos ellos detonadores. De pronto el anuncio: cien personas muertas. Unos minutos más tarde la cifra se duplica. El espanto mantiene paralizados a muchos. En medio del desconcierto y la reflexión sobre la sorpresiva supervivencia propia, las manos del escritor innato vuelan a perpetuar en letras el escape de lo nefasto; huyen a una dimensión literaria en dónde la meta es hallar el feng shui narrativo.
Los críticos literarios demuestran un atisbo por agrupar y clasificar las provcaciones paridas a partir de tales eventos. Comparto un fragmento del cuento Avalancha, incluido por la UNAM en la antología 'Solo cuento II', que toca el tema.
Avalancha (fragmento)
Lo que no le conté fue lo otro. Lo de mami.
Continué haciendo hincapié en lo del polvito blanco cada vez que Melisa me ponía el tema, o me contaba de sus ataques de histeria, o de sus agresividades por ninguna razón. Tenía unos arrebatos desde chiquita, que al parecer, se le habían multiplicado de grande, o por lo menos, no habían menguado. Un día me tocó hablar con un grupo de compañeros de trabajo en una reunión y puedes creer que tenía toda la nariz embarrada de polvo blanco, fue toda una vergüenza, le dije y se echó a reír como si se fuera a acabar el mundo. Y a mí eso me molestó pero no lo verbalicé, porque ya, para ese tiempo, me había empezado a caer bien. Y además, ese día las enfermeras nos permitieron tomarnos las manos, no nada más a ella y a mí, sino a todas, porque al parecer, allá afuera, había sucedido algo terrible. Algo tan terrible que no nos dejaron ver ningún canal de televisión por espacio de varios días. Mi compañera de cuarto llegó a averiguar con otra de las pacientes, que antes de eliminar los aparatos televisivos, algunas habían atestiguado el derrumbamiento de varios edificios en la ciudad de Nueva York. Unos aviones eran el perico y unas torres siamesas las narices. Habían aspirado hondo, profundo, hasta adentro.
Esa misma noche me da la fiebre, los sudores. Tiemblo y me tiritan los dientes, y me los quiero sacar de la encía. Y desearía haber escondido entre las muelas algún vestigio de la sustancia que me lleva al paraíso. Con la lengua, con la punta, me rebusco entre las comisuras y entre cada uno de los surcos del sarro bucal, de las platificaciones, a ver si de casualidad mi sentido del gusto detecta, aunque sea improbable, alguna miniaturizada porción de polvos. En algún hemisferio de mi cerebro hay un letrero que lee Imbécil, cómo se te ocurre que has dejado rastros, tecata, gamberra, infeliz, pero el otro hemisferio no hace caso y continúa la caza del tesoro. Que no llega. No hay recompensas. Esa noche duelen los estertores con cojones.
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