Literatura para confesarse...(los versos de Belia Segarra) / Yolanda Arroyo Pizarro
Arroyo Pizarro, Yolanda
Diálogo (UPR), 2012, feb-mar.
Literatura para confesarse… (los versos de
Belia Segarra)
Por Yolanda Arroyo PizarroEspecial para Periódico Diálogo y Diálogo Digital UPR
“Rebuscando en los
armarios de mi imaginación
encontré una poción de
locura
una poción que me dejó
escribir”
—Javier Febo, Novilunio
Por estos
días leo el poemario de Belia Segarra y tiemblo con sudor y escalofríos, como
si padeciera fiebre reumática. Me doy perfecta
cuenta que ha publicado un libro totalmente tierno, desgarrador y absolutamente
necesario. Si alguno sigue mi consejo y
lee a esta poeta, deberá desarrollar anticuerpos contra el estreptococo del
dolor y el delirio, porque se suceden reacciones no esperadas, causadas de
seguro, por la alucinación que provocan estos versos.
El libro tiene personalidad propia: se estira, se ladea y él solito mueve sus propias páginas, si se coloca sobre una mesita cercana al mar. El libro te besa los lóbulos de las orejas cuando te descuidas y además, se hace llamar Confesionario. Pienso en el ejercicio tan íntimo de decirle a algún clérigo cosas que jamás pensaría uno admitir, o pensarlas siquiera. O desearlas. Pienso en los conjuros y maldiciones que en secreto anhelamos como saetas para derrocar la iniquidad. E inequidad. Me ha dicho la portada de Confesionario, al oído, que antes de volver blur la silueta de una mujer frente a un locutorio telefónico rojo, este libro provocará la creación de un ente para revelar secretos.
Sus páginas son tejidos inflamatorios que parten de la esencial
colaboración y amorosa edición de otra gran poeta puertorriqueña, Maribel
Sánchez-Pagán. En el comentario de
cierre del repertorio, el antiepílogo, la colaboradora indica: “Constantemente
recibo misivas de Belia Segarra Ramos. Durante los últimos ocho años he
guardado todos sus escritos. Somos amigas desde hace tres décadas. Ella es mi
confesora en la religión de la poesía.” Pues, desde allí ya leemos el propósito
místico y ecuménico del Mea Culpa versado.
Las hojas empapadas de palabras que se descuartizan entre
los dedos de Belia, componen a la vez un campanario que hace ruido atalayesco, dividido
en Siete Grandes Confesiones:
PRIMERA CONFESIÓN
tengo poco que decir para un público exigente
SEGUNDA CONFESIÓN
en la mirada ofensiva de la boca
TERCERA CONFESIÓN
sólo mi viejo cacique corazón
CUARTA CONFESIÓN
he sido solo sólo sola soy
QUINTA CONFESIÓN
a todas las víctimas de violencia domestica
SEXTA CONFESIÓN
se me va el día en esta posada de tristeza
ÚLTIMA CONFESIÓN
todavía estará aquí algún tiempo la palabra
Belia dice
lo que dice con voz de metales afectados de penitencias. De vez en cuando, el
borde de estos metales tan filoso cortará el aire translúcido y nos convocará a
gritar desde nuestras válvulas mitral y aórtica: “la nariz chata / disimula la
tonta caída/ de los espejuelos empañados de miopía/ bajo el aeropuerto de Isla
Verde/ frunce el pensamiento el entrecejo/ que entorna una ceja elevada de pena”.
Así nos
devela el mapa de ese momento tan íntimo como lo es la confesión del otro y
para el otro. Nos revela con aire mortificado: “ya nada me sirve para estar a
solas/ ni siquiera la madre que me parió.” Las confidencias de Belia — verdades
o mentiras, ficcionarias o auténticas, pero legítimas para el decodificador voraz,
—nos pasean incluso por la dolama de la sorpresa abrupta, a lo Susan Sontag:
“cayó rendida sobre su propio encierro / todo fue a pedir de risas / pulmonía
doble en el hazmerreír de su infierno/ ¡cómo se reprodujo el cáncer en el
sentimiento!”. El murmullo nos cuenta
una sobrevivencia. Dolorida. Nos cuenta
un atestiguamiento. Descarnado. Nos
entera desde la ventanilla de vitrales de la catedral, que este mundo es
asqueante, putrefacto y divino.
También ha
dicho Sontag en su libro Sobre la
fotografía: “son muchas más las imágenes del entorno que reclaman nuestra
atención. El inventario comenzó en 1839 y desde entonces se ha fotografiado
casi todo, o eso parece. (…) Al enseñarnos un nuevo código visual, las
fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar
y de lo que tenemos derecho a observar”. Segarra nos ilustra desde el
confesionario una literatura del yo en remilgos estéticos y acríticos, “lo que
merece la pena mirar,” aunque nosotros como testigos reclamemos o no “lo que
tenemos derecho a observar”. Nos manifiesta en la autodiegética poeta- poética
que se pueden relatar las propias experiencias como personaje central de la
historia, de ese preciso momento en que nos cambia el confinamiento gracias “al
decir”. El decir es ese confesar, un registro de la persona gramatical que se
establece con la coincidencia (y la conciencia) entre el narrador, protagonista
y autor empírico. Somos una inmensa e infinitesimal cámara fotográfica. Somos
quienes revelamos. Somos la foto.
Siempre he
sostenido que la división del sujeto en el narrador y el personaje requiere un
espacio que afecta al núcleo de la revelación metafórica. Sin embargo, la
distancia del tiempo (y también el afecto) lleva a la interacción entre el
altavoz y el yo. Cuando confesamos, somos uno mismo y nuestras diversas
circunstancias. Cuando confiesa Belia,
es ella una, dos y varias personalidades, y las circunstancias que afloran de
ese choque. Como un flash lumínico.
De entre
todo lo que me gusta de Belia, lo que más llama mi atención es que dialoga
precisamente con tendencias de esta literatura de la confesión que cada vez más
se va anidando con entera comodidad en nuestras letras. Debo pensar en Mairym
Cryz Bernal y sus tradicionales talleres, sus libros, sus congresos. Pienso en los recitales de Javier Febo, de Mayda
Colón y Lynette Mabel Pérez, en la obra de Johanny Vázquez Paz, Dinorah Marzán,
Leticia Ruíz, Abdiel Echevarría, y más recientemente María Soledad Calero y
Karen Sevilla. Siendo el principal órgano
afectado el corazón, perturbando la psiquis, desmadrándote los nervios, estos
exponentes al igual que Segarra se afanan desde la pericarditis cosmopolita
hiperreal para crear sus metáforas testamentarias.
También
confiesa la poeta en fase aguda, más adelante en el libro, sobre el adulterio
de otras y otros: “regreso a ti perfumada de restriegos/ arrancándome este
hastío tutelar de las abejas/ en alguna parte hay más hiel que corpulento
dulzor.” Hay aquí un referido a textos literarios que se centran en la
expresión de la intimidad de un individuo, en términos discursivos. Rezuma la enunciación que expropia la savia
de la antigua sabiduría nefesh. Nefesh es alma en hebreo, connato de
semiótica para que Belia escriba en conjunción con la autobiografía.
Las
confesiones de San Agustín, lo profano de las determinaciones caleidoscópicas del
entorno injusto, y la práctica de arrodillarnos frente a una divinidad que
enjugue nuestras lágrimas mientras prometemos no volver a hacerlo, poco tiene
que ver ya con el tuétano de las confesiones de hoy día. Ya no hay miedo al castigo, solo se anhela la
catarsis que conlleva hablar de nosotros mismos. La literatura confesional como un conjunto de
contenido íntimo es por lo tanto, una producción subjetiva que persigue
denunciar las fallas propias o del entorno, sin ningún otro propósito cognitivo
más que el “dejar saber”. En este sentido, todo lo que deseamos, a lo
Jean-Jacques Rousseau, es incursionar en la caverna de Platón figurada (aquella
célebre filosófica donde tenemos conocimiento de la existencia del mundo
sensible y el mundo inteligible) desde el enfrentamiento al destino, mientras
revertimos la hipocresía del orden social y las adversidades de la vida. Todo converge aquí, con metáforas, confesado
por la poeta para un aguerrido final: “sospecho que en el momento oportuno/
este atrofiado latido/ apretará el gatillo de la culpa/ sobre la sangre/ para
luego/ (gustosamente)/ esos pobres funcionarios/ expertos en clausurar
vencidos/ persistan en desmantelar cadáveres”.
Les prometo
que Confesionario exuda exquisitez. Y
les confieso que Belia Segarra is the
real deal.
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El libro fue presentado el 10 de marzo de 2012 en Poets Passage, en Viejo San Juan
Album por Zayra Taranto |
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