Juan Felipe, un tatuador colombiano radicado en Ciudad Panamá, luego de haber vivido y oficiado tatuajes por veinte años en Holanda, me marcó en este viaje. Me tatuó. Chulísimo ser humano. Guapo, de cabellos negros y ojos vivos. Estragos de rosácea en la piel del rostro y tatuajes que cubrían casi por completo ambos brazos, Juan Felipe olía a lo que huelen los buenos hombres. A tinta y piel. Me contó que una vez tuvo que tatuar a una mujer hermosísima desde la raja anal hasta la raja vaginal, porque de chiquita se había caído y enredado en un alambre de púas marcando su cuerpo en esa área. La vida le había dejado una cicatriz terrible. Su nuevo amante, un mafioso de Cali, no quería que la estética panorámica de su negocio y vida se viera afeada por la cicatriz de la chica. Quería belleza. Así que la envío escoltada por cinco guardaespaldas al Tatoo Parlor de Juan Felipe. Él, rodeado de esta quintupleta de hombres fornidos, pasó las de Caín dibujándole belleza a la vituperada marca de carne de las entrepiernas de la beldad. Sudó, tembló y hasta tosió de los nervios, pero al final, el tatuaje de una enredadera de colores verde, rojo y amarilla surgió envalentonada y opacó aquello que el mafioso enamorado encontraba feo.
Me hizo el cuento cuando le pregunté qué era lo más difícil que le había tocado en su profesión. Juan Felipe fue muy conversador, muy dado a hablar. Desea, intuyo, lo que la mayoría. Ser tocado por alguien, sentirse que a alguien le importa. Lo que es y lo que hace. Yo quería su historia. Quería conocerlo. Quería saber quién era el hombre que por cuarta vez en la vida, iba a marcarme con tinta china el brazo de mis lunas. El brazo de mis lunas. Me gusta como suena.
Me preguntó por qué la luna, y yo también me sentí tocada. También le conversé, le confesé. ¿Por qué la luna? Pues porque soy su hija y heredera, le dije, y añadí el resto de la historia. Conté cómo han ido surgiendo mis marcas, desde la primera, hasta la penúltima (la zorra), y ahora la última. Una en Miami, otra en Orlando, la tercera en Punta Umbría, Sevilla y ésta. La de Panamá. La luna maorí. Mi preferida, porque fue hecha el mismo día en que me pusieron sobre las palmas de la mano, por primera vez, al nuevo hijo. A “Historias para morderte los labios”. Por eso una se tatúa, para eso una se tatúa. Para dejar una crónica escrita, cuneiforme, de lo que acontece. El mismo día, fíjate.
Gracias Juan Felipe.
3 comentarios:
Tu libro ya llego a las librerias?
Sí, ya lo tiene La Mágica y muy pronto todas las demás. Muas!
Cuando vengas a Chicago mi hijo te hará un tatuaje. No sé si te dije que hacía tatuajes.
La historia del tatuador (¿esta palabra existe?) está para un cuento o novela.
Un fuerte abrazo.
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