Del libro publicado en cautiverio, es decir, durante la cuarentena por covid19 en Puerto Rico:
CALLE DE LA RESISTENCIA de Yolanda Arroyo Pizarro
Amazon: https://www.amazon.com/Resistencia-Spanish-Yolanda-Arroyo-Pizarro/dp/1088771866/
La santiguadora
1.
Oshosi Pérez no tiene dedo índice en la mano derecha.
Escribe con la zurda y al cocinar, aunque son muy pocas las veces, utiliza con
esa misma mano el cuchillo para rebanar carnes o cortar vegetales y frutas.
Incluso menea el cucharón dentro del caldero de arroz con jamonilla, usando la
izquierda. Sin embargo, contrario a todo pronóstico, ha aprendido a usar
cualquier pistola con la derecha. Oshosi ha disparado Berettas, Glocks 9
milímetros y una Colt .45 prestada. Su
favorita es una Smith & Wesson 952 de gatillo corto con la que usa el dedo
corazón para disparar.
Esa es la que lleva el día del ajusticiamiento de
Bruno Quiñones.
2.
Alguna vez fui santera. Llegué a conceder
reconciliaciones entre esposas y maridos adúlteros, amarré noviazgos
incompatibles, provoqué abortos, permití ingeniosas decisiones judiciales,
recuperaciones de enfermedades catastróficas y favoritismos políticos a
tutiplén. Consentí justicias e injusticias en nombre de un sinnúmero de orishas
que, al final y a la postre, poco o nada tienen que ver con este mundo y sus
inverosímiles peticionarios o designios. Durante gran parte de mi sacerdocio,
bauticé criaturas recién nacidas a orillas de algún río o al menos escogí sus nombres:
Calabó Figueroa, Martinica Rivera, Manigua Torres, Nigricia, Mayombe, Macandal…
Inventé algún pasado ancestral para cada uno luego de haber descubierto los
motes en un libro de poesía de Palés Matos. Los escogí por estar en mayúsculas
y por su musicalidad. Los progenitores se han sentido honrados. Han creído
cualquier cosa que sale de mi boca si lo anuncio con autoridad. También fui
contable gubernamental, asesora de finanzas municipales y experta en lavado de
dinero originado de toda clase de fuentes. Ahora soy solo una convicta más de
estas cuatro paredes nada lujosas que me cobijan en Vega Alta. No trafico
drogas dentro de la cárcel, aunque me las regalan; no inserto armas de ningún
tipo, aunque me las consiguen; y no me prostituyo, a pesar de que en mi catre
he probado un gran puñado de reclusas. Acá dentro me llaman Olodumare. Para
muchas de las confinadas soy, en efecto, el Supremo Creador.
Me gusta firmar con ese nombre las artesanías que nos
obligan a diseñar en las clases de barro y bisutería. Varias pulseras de
cuentas plásticas semejantes a perlas y algunos figurines talentosamente
parecidos a los tres reyes magos tienen estampados ya mi firma artística.
También componemos orfebrería y macramé. Me fascina cuando logro terminar la
bandera de Puerto Rico entre tantos hilos de colores y puedo colocarle al final
ese nombre que hace temblar a tanto ignorante. Olodumare, Jesucristo, Yaveh,
Buda, Alá o Jehová son la misma cosa y ejercen el mismo miedo insensato, entre
tanta gente que apenas les conoce, como si en efecto existieran. Son tan pocos
los que han leído los escritos que alegan ser la base de estas creencias, que
quienes sí los leemos sacamos gran provecho.
Es ventajoso para gente como yo el desasosiego que se
crea entre los que no han leído. Yo leo, entiendo e interpreto. Estoy
convencida de que la Biblia, el Corán, el libro de Mormón, el espiritismo de
Kardec y todo lo que hace falta para controlar masas es lo que permite obtener
las verdaderas oportunidades en el mundo. Incluso si te restringen la libertad
y vas presa, como en mi caso, demostrar que descifras documentos divinos te
coloca en una posición de privilegio, te convierte en la redentora de un
pequeño rebaño. Eres la Papisa de tu
propio vaticano. Hace que te destaques; que tantos y tantas te crean, te
obedezcan; te sigan, pues.
Hoy es día de visitas en el penal. Así que antes de
bajar a la sala comunal que he convertido por los pasados cuatro años en
aposento de consultas, me relajo en la celda. Bostezo y estiro los brazos, como
si estuviéramos en la clase mensual de yoga. Me acerco al pequeño estante de
libros que me han permitido tener en mi cuarto, por ser una presa con buena
conducta. Arranco una página del
Deuteronomio de una de las biblias —poseo tres— que me han regalado los
Testigos de Jehová. Tengo también la de los Mormones y una Reina Valera. Esa
última es mi favorita. De esa me he prometido nunca arrancar ni una sola
página.
Hago un envoltorio, luego de colocar dentro de la
página un puñado de cannabis sativa. Enrollo y ungüento con saliva el
borde. Amaso las esquinas con
movimientos circulares. Con uno de los fósforos que he contrabandeado con
Amílcar, el guardia penal del turno de las once, lo enciendo. Inhalo tres veces
y mi cuerpo se relaja aún más. Entonces espero a que anuncien la hora de visita
por los altavoces y salgo de la celda.
Sonrío a las muchachas de la sección ocho y las saludo
con la cabeza mientras a modo de reverencia van dejándome el paso libre para
que camine al frente. No me adelanto demasiado, voy con calma. Las oficiales
encargadas de abrir las rejas con llave también saludan. Una de ellas, la
pelirroja, me pasa disimuladamente un pedazo de papel. Lo escondo en el
bolsillo de mi camisa.
Cuando llego a la sala de visitas, sonrío. Albertico
ha traído a las gemelas y yo me moría de ganas por tenerlas entre mis brazos.
Las nenas corren hacia mí y las abrazo. A cada una las aprieto contra mi cuerpo
y les murmuro una bendición yoruba aprendida de alguna madama haitiana. Un
babalawo una vez me aclaró que el rezo en realidad procede de un poema
nigeriano muy antiguo. No puedo evitar que se me salgan varias lágrimas, porque
estar cerca de las gemelas es la gloria.
3.
Han pasado exactamente cuarenta y dos días desde que
Oshosi saliera en libertad condicional de la cárcel de Vega Alta. El pasado 29
de octubre cumplió con la tercera visita a su oficial de rehabilitación.
Después no se le volvió a ver ni el pelo.
Oshosi aceptó la asignación que yo le entregara,
sabiendo muy bien que era la próxima en marcharse. Aquí adentro manejo un
sistema complejo pero totalmente funcional. Identifico a las presas que están
por irse y que de facto sé que están también locas por regresar. Así que
negociamos. No hay límites para lo que ellas piden (algún favor para un familiar,
más drogas, medicinas recetadas de contrabando, prendas de vestir, joyería, el
saldo de una deuda con algún mafioso…) pero tampoco para lo que yo les exijo
(una visita para amedrentar, alguna desaparición de bienes, alguna desaparición
de personas, iniciar un incendio, hostigar a un culpable, amonestar a un
cómplice, ponerle fin a los cabos sueltos…). Al final, si tienen un poco de
ética, decencia o algún código moral, por mínimo que sea, acceden. Sabemos, o
nos jactamos de creer saber cómo mejorar la sociedad desde nuestro arreglo.
Así que a Oshosi le importa muy, muy poco que a la
casa de su madre anciana comiencen a hacer llamadas varios oficiales de la
Administración de Tribunales. La prima Clotilde, convertida al pentecostalismo
y luego al mahometismo, es interceptada en la cafetería en donde trabaja desde
navidades por un alguacil de la Junta de Libertad Bajo Palabra. Clotilde alega
que no sabe de Oshosi desde su cumpleaños. Se hace toda carcajadas cuando
intenta explicar al alguacil que su prima, la muy bromista, le hizo un regalo
erótico. Es decir, que la expresa le obsequió una funda de colores que contenía
la frase Condom World, en referencia
a la tienda de juguetes sexuales. Adentro había, para sorpresa suya, un
consolador que funcionaba con baterías de litio. Clotilde le pidió que se
llevara el artefacto, porque su religión no le permitía tales canalladas. Las
primas se abrazaron risueñas y ya no volvieron a verse. No he podido devolver
el vibrador porque no tengo el recibo de compra, añade Clotilde alzándose de
hombros.
4.
Las gemelas ya han comenzado el segundo semestre
escolar en el quinto grado. Me muestran el informe de calificaciones y las beso
a ambas en la frente.
Albertico, con su singular acento quisqueyano, me
pregunta si ahora que las nenas van tan bien en la escuela, puede dejarlas al
cuidado de su mamá, abuela de las chicas, mientras él se toma unos días para
visitar Jarabacoa.
¿Pero estás loco?, le pregunto mirándolo fijamente.
No te molestes conmigo, me dice él.
Coño, pendejo, es que a ti nada más se te ocurre. ¿Y
si se dan cuenta los de la inmigración que nos casamos nada más que por la
ciudadanía?, alego y contengo las ganas de caerle a bofetadas.
Me da un poco de pena, porque allá en la República
Albertico ha dejado a su esposa real y a varios hijos. Sé que los extraña, pero
me atemoriza que nos remuevan a las gemelas.
Albertico me metió la verga una noche de licores y
Percoset, a pesar de que nuestra boda había sido de embuste. No sabíamos lo que
hacíamos. Seguimos el instinto de la brega y el rozar de cuerpos agitados. Hace
mucho que aprendí que un cuerpo es un cuerpo. Que las pieles de hombre y mujer
son indivisibles. Que a la hora de hacer el amor se mete algo y se saca algo a
petición de alguien. Cualquiera de las partes tiene derecho a sentir lo que le
dé la gana. He estado con hombres y mujeres que me han metido parafernalias
deliciosas por recto, vagina y boca, a los que les he hecho exactamente lo
mismo siempre y cuando sepan pedir y yo entregar. Hay cosas que simplemente no
sé hacer, entonces me dejo llevar la primera vez. A partir de la segunda o
tercera, brindarlas se convierte en una fuerza motora necesaria.
Habíamos asistido Albertico y yo con los muchachos del
barrio Amelia a un juego de pelota en el Estadio Hiram Bithorn de San
Juan. El equipo de sus compatriotas
barrieron el piso con los borincanos esa noche. Nos bajamos cuatro botellas de
Bacardí con Pepsi para celebrar la derrota y al final del partido, del
encojonamiento, nos metimos las pastillas. Entonces se borraron las fronteras
del embeleco matrimonial falsificado. Albertico me besó la boca y sus morenos
labios me tragaron. Cedí cuando experimenté el primer orgasmo.
Los gritos del dominicano exigiendo que yo le devuelva
los tres mil pesos que él me había pagado para casarnos, me levantan al día
siguiente. Entre la resaca y la gritería, me di cuenta de que no habíamos usado
condones.
Que se había enamorado de mí, fue su excusa para
solicitar el reembolso.
Que ni se le ocurriera repetir tal disparate, lo amenacé.
Nueve meses más tarde le estaba pariendo dos muchachitas.
5.
La vida dentro de la cárcel es de pinga. Antes del
huracán Hugo no había tanta población penal en Vega Alta. Éramos pocas. No sé
si ha tenido que ver con las lluvias o las inundaciones, pero al parecer el mal
tiempo, o los días sin electricidad, nos han convertido en más pillas, más
delincuentes, más asesinas. He notado que nuestro rol dentro de la delincuencia
boricua ha variado y, con este, todo lo que sufrimos en este microcosmos. Las
complicaciones se multiplican porque allá fuera en la calle hay mucha
necesidad, y el poco dinero, aún con las ayudas federales y los cupones, no dan
para tanto.
Estoy convencida de que hay más mujeres presas hoy día
porque nuestro papel dentro del narcotráfico mutó. Hasta hace unos añitos,
teníamos como única meta en el mercado de drogas el de custodiar la mercancía
que los maridos escondían en nuestras casas. Ahora no solo custodiamos, sino
que somos mulas de acarreo, vendedoras en el punto, empacadoras, distribuidoras
y hasta guardaespaldas.
Al principio a los policías y fiscales les da trabajo
imaginarnos en estos roles tradicionalmente asignados al macho, pero ya no.
Creo incluso que somos más astutas que los varones. La biología nos permite
tener más lugares corporales en donde meter la mercadería: las tetas, la
vagina, los glúteos. Además, somos mejores tragando bolsitas garganta abajo y
ni se diga cuando estamos en menstruación y usamos tampones rellenos de algún
contrabando. Hemos logrado, por decirlo así, una igualdad y hasta una
superioridad en esto.
Las fichas policiales están llenas de nuestros
rostros. Cabellos largos, cortos, pintados, con rayitos; caras de dulzura o
gestos grotescos con y sin maquillaje; constituciones musculosas o famélicas,
gordiflonas o flacuchas; tatuadas, cicatrizadas… El número de confinadas
después de los vientos de tormenta, en todos los niveles de custodia —mínima,
mediana y máxima— alcanza casi las quinientas, cifra que de vez en cuando sube
y baja levemente.
Como buena contable que soy, cuento a las mujeres que
entran y salen de este inframundo. La mayoría cumple sentencias por uno de tres
crímenes: infracción a la ley de sustancias controladas (casi todas), delitos
contra la vida (menos de la mitad) y delitos contra la propiedad (las menos).
Si me permito ser parlanchina y dialogo incluso con las que son introvertidas,
me entero de otras sentencias relacionadas con violaciones a la ley para el
bienestar de menores, faltas a la integridad corporal, faltas a la familia y
crímenes a la moralidad sexual, que es lo mismo que decir que han caído presas
las pobres putas.
La realidad del asunto es que casi toda la población
correccional femenina somos madres allá afuera. Casi todas estamos solteras
porque nos han dejado, o hemos desaparecido al marido, o le hemos cortado su
aparatito de infidelidad. Hemos estado desempleadas, o realizando trabajo
alternativo muy a tenor con la economía subterránea, al momento del arresto.
El tiempo se suspende cuando entramos en esta dimensión
decorada con rejas, alambres de púa, verjas y muros de contención para evitar
el escape. Las presas que te hacen la guerra y la paz es todo lo que importa.
Las amigas y las enemigas vienen a ser la prioridad. La familia se traduce en
las humanas que te rodean, las que se abrazan contigo en mitad de una noche de
truenos y relámpagos, aquellas que te dejan besarlas, quienes te agarran los
pechos en algún fogueo de caricias, quienes construyen contigo un artefacto
cómodo y sutil, artesanal y consistente, erigido con el tamaño perfecto y el
grosor adecuado para que ambas puedan compartir los huecos de cada una.
Cuando una confinada se casa aquí adentro, se hace
dificilísima la separación. Tan difícil que a veces se quiere regresar a esos
brazos y obviar la tan esperada libertad.
6.
Las mujeres de Vega Alta que pasan por mis manos —es
decir, mi catre— son rebautizadas. Y es que aquí adentro se disfrutan vidas
plenas y se manejan universos enteros. El limitado espacio es en sí un mundo
que se abre y multiplica como si fuéramos matrioskas. Somos muñecas rusas
ocultadas por varias capas de otras muñecas rusas. Nuestro pasado criminal,
nuestro presente militante, nuestro futuro repleto de oportunidades, nos puede
llevar lo mismo de regreso a afuera, que otra vez adentro. Pero no nos
atemoriza nada. Hay que hacer lo que hay que hacer, y en el camino todas ya nos
hemos dado cuenta de que la justicia no existe. O lo que es más aterrador: la
justicia somos nosotras.
Por eso no me preocupa que Oyá se sienta perdida en principio.
Es de las nuevas. Ya se irá acostumbrando. Me cuenta Ramírez, la guardia penal
pelirroja, que Oyá era enfermera. Está cumpliendo condena por varios cargos. La
lista de sus crímenes incluye el robo de autos por encargo, la distribución de
medicamentos controlados, el fraude postal, el robo de identidad de varios
médicos en el hospital para el que trabajaba (fichas de seguro social,
licencias de conducir y tarjetas de crédito y débito) y un cargo de violación
sexual a un paciente al que drogó con una potente anestesia para poder
abusarlo. Las malas lenguas rumoran que el tipo estaba riquísimo; parecía un
actor de cine al estilo Tom Cruise.
Oyá no se llama así. La he bautizado tan pronto se
dejó besar. Y ella se ha dejado besar prontísimo.
7.
A todas mis mujeres las bautizo durante la primera
noche. Algo así como una prima nocte
y luego, si me caen bien y no me enamoro, les consigo una buena pareja que la
cuide. Me convierto en madrina de ambas y ellas me protegen a cambio de una
buena amistad y un sinfín de favores. Me regalan marihuana, Percoset, libros y
chocolates de contrabando. Sus familiares fuera de la cárcel proveen a mis
gemelas artículos de primera necesidad, bicicletas, consolas de juegos
electrónicos, ropa de marca y hasta comida. En una ocasión, durante la
celebración del décimo cumpleaños de las nenas, el tío de una de las reclusas
que trabaja en una pizzería agasajó con pizza y calzzones de queso y chorizo a
todos los invitados. Cuando me mostraron las fotos lloré de la alegría. La reclusa
había tenido por esos días una discusión que terminó en pelea en medio del
comedor. Los fuertes golpes recibidos le destrozaron la clavícula. A solo días
de la fiesta de mis niñas, realicé un conjuro para que un ataque de asma
neutralizara a la abusadora rival que había brindado la paliza.
Los hechizos necesitan toda la ayuda posible para que
se cumplan. Mi ahijada Ibejí, cocinera penal asignada tres veces en semana,
colocó en el plato de la contrincante una salsa de camarones que pasó
desapercibida. Aparentemente la pobre murió por anafilaxis horas más tarde, tan
pronto la garganta se le cerró ante el ataque alérgico.
8.
Oyá significa tornados, vientos, tempestades,
relámpagos. Se asocia el nombre con Nuestra Señora de Candelaria, con santa
Catalina y santa Teresa. Por eso a la chica nueva la he bautizado Oyá. Su
verdadero nombre es Teresa Candelaria. El día que llega a la cárcel es el mismo
día en que hacen el anuncio del paso de la tormenta Bertha al noreste de Puerto
Rico y las Islas Vírgenes. El color de la orisha es rojo. Sus hijos llevan
collares y pulseras de cuentas rojas. Oyá tiene una lengua potente, que se
mueve como un torbellino y que logra sacarme los gritos más sonoros jamás
experimentados por mí hasta ese momento. La noche en que lo descubro le regalo
una cadenita de plata con cuentas carmesí.
Le narro a Oyá, mientras nos abrazamos y escuchamos la
tormenta fuera de la celda, que su nombre significa primer orixá femenino. Es
la primera en aparecer en la rueda del Batuque. Oyá es la diosa de los ciclones
y de la brisa marina fuerte que los precede. Es viento que arrasa y arranca
árboles. Junto a Changó domina a los Eggunes, espíritus de los muertos. Es
autoritaria y sensual, de temperamento dominante e impetuoso. Cuenta la leyenda
que aunque abandonó a Oggun para irse con Changó, nunca dejaron de ser amantes.
Hay babalawos que juran que Oyá se volvió enemiga irreconciliable de los dos,
al final de los tiempos. Me gusta pensar que Oyá es una orisha que sabe
perfectamente lo que quiere y lo que se trae entre manos.
Las mujeres de este lugar también sabemos lo que
tenemos que hacer, y lo que tenemos que hacernos. Dentro de cada una de
nosotras hay otra, y otra y otra. Somos como las Mamushkas.
9.
La misión de Oshosi Pérez es entrevistar a Mirka
primero. Mirka tiene once años. Ha sido violada y sodomizada por su padrastro
desde que tiene seis. Va a la escuela elemental del pueblo de Cataño y disfruta
de dibujar y ser parte del coro de la iglesia de la Virgen del Carmen,
parroquia que queda frente a la plaza.
Mirka es hija de Selena, la hermana menor de la
guardia penal Ramírez, la pelirroja. Una tarde, después de la clase mensual de
yoga, Ramírez me intercepta y me hace el cuento.
No hago conjuros para policías, le digo. Ella suplica.
Dice confiar plenamente en mis facultades.
No trabajo para cerdos, insisto.
Somos del mismo barrio, refuta. Haz la excepción
conmigo. Conoces a mi mamá, carajo. Me sé todas tus historias y te respeto por
ellas.
¿Cómo me vas a pagar?, increpo curiosa.
Con lo que quieras.
Dame unos días para pensarlo.
No te lo pienses mucho. Allá afuera una niña inocente
sufre hasta que no hagamos algo. Piensa en tus gemelas; no querrías que algo
así les pasara a ellas. Sé que tienes buen corazón.
Me voy a mi aposento en donde convoco a Oshosi Pérez,
quien de nosotras es la próxima en salir. Le beso las manos, en señal de
veneración de su dedo índice ausente. Oshosi nació con ese dedo. El día que dio
la voz de alerta en su casa, cuando cumplió los trece, de que su abuelo la
había dejado embarazada, nadie le creyó. No solo no le creyeron, sino que su
abuelo le dio una tunda tal, que perdió a la criatura. La tarde en que regresó
del hospital, el abuelo le picó el dedo con una sierra eléctrica que usaba para
cortar madera. “Para que no te vuelvas a atrever a señalarme por nada”, le
dijo.
Le indico a la hermosa Oshosi que necesito de sus
servicios, luego de preguntarle si quiere regresar a este tártaro de mujeres
sin escapatoria.
Este infierno es todo lo que tengo, me dice. Aquí la
he pasado mejor que afuera. Mi mujer estará aquí adentro por mucho tiempo
después que me vaya y cuando salga, no sé qué comeré ni a qué horas. No tengo
un techo a dónde regresar.
Te tengo una misión, mi querida., le prometo.
Usted solo diga, madrina., añade ella mientras me
abraza.
10.
El primer papelito con la dirección del domicilio de
Selena, la hermana menor de la guardia penal Ramírez, es lo que escondo en mi
bolsillo. Permito que el destino siga su rumbo y se lo hago llegar a Oshosi.
Así que Oshosi entrevista a Mirka una tarde, luego de
una práctica coral. Mirka responde asustada. Oshosi le aclara que viene de un
lugar en donde la justicia de las diosas es sumamente valorada. Que no tema.
Que si le cuenta toda la verdad, sus dificultades van a solucionarse.
El problema es que Mirka cuenta toda la verdad. Toda.
Incluso las veces en que a los siete, ocho y nueve años dio la voz de alerta a
su mamá y esta ignoró su relato.
Oshosi hubiera querido no haberse enterado de eso. Yo
hubiera querido lo mismo, pero al final los conjuros manejan su propia magia y
maniobran entre sus propios y sabios designios.
11.
Oshosi arriba a la alcaldía de Cataño temprano y
vigila los predios del lugar con mucha cautela. Lleva encima una Smith &
Wesson 952 de gatillo corto con la que usará el dedo corazón para disparar.
Sabe que Bruno Quiñones es de los últimos en ponchar en su lugar de trabajo. Es
un empleado ejemplar, de los que llegan temprano y se van tarde. También es un
lambeojo profesional que se la pasa haciéndole coro a cualquier decisión
estúpida a la que llega su jefe, un ejecutivo soplapote municipal, asistente
del alcalde. Otro don nadie.
Oshosi no se coloca máscara para cubrir el rostro, ni
conspira en asistir a un lugar más oscuro o sin cámaras de seguridad. Tan pronto
identifica a Bruno Quiñones, que sale por la parte trasera de las oficinas, se
acerca y comienza a dispararle. El primer tiro lo agarra en una pierna. Bruno
se desploma y no puede creerlo. Grita adolorido. Quejándose observa cómo Oshosi
se le acerca mientras algunas personas que pasean por el malecón comienzan a
correr y a lanzarse al suelo debido a los disparos. La segunda bala sorprende a
Bruno Quiñones en el pecho; una tercera va a dar en la garganta y el hombre
deja de gritar. Enmudece. Gorjea abriendo y cerrando la boca, e intenta aspirar
aire mientras la sangre lo ahoga.
Oshosi se le queda mirando, sin conmoverse, mientras
Bruno se desangra. Levanta la Smith & Wesson y la apunta a la frente del
tipo. El hombre intenta esquivarla sin lograrlo y se rinde. Se queda esperando
la detonación final… que no llega. No llega porque Oshosi decide no dispararla.
Baja el arma y sonríe. Prefiere ver cómo lentamente la vida se va escapando de
aquel cuerpo ajusticiado. Que la agonía se tarde lo que se tenga que tardar.
12.
El día en que Malena Pérez — nombre verdadero de la
mujer sin un dedo — regresa a nosotras, lo celebramos. Tenemos preparada para
ella una festividad clandestina que incluye su droga favorita, la heroína, y
que para nada excluye una velada romántica con la mujer que tuvo que dejar acá
dentro para irse a la misión. Betina la ha estado esperando. Se abrazan con
ferocidad y las otras muchachas y yo las vamos dejando a solas, con disimulo,
para que las guardias correccionales no nos regañen demasiado.
Ese ha sido el plan desde siempre. Sale Oshosi de la
jaula y da el tumbe. Está par de días corriendo por la libre y luego se deja
capturar. Regresa a nosotras, a su verdadera familia. Somos quienes de verdad
la quieren y cuidan. Así ha pasado desde hace poco más de un lustro con mis
otras ahijadas: Ogún, Yemayá, Orula, Obatalá…
A mujeres como Oshosi las veneramos, respetamos y
necesitamos. Regresa a sus tres comidas diarias con meriendas. Regresa al
trabajo liviano, nada de faenas forzosas. Vuelve a la atención médica con
dentista, ginecólogo, medicamentos para la diabetes, visitas al salón de
belleza para que le acicalen el afro y a un aparato de televisión comunitario
que debe compartir con quienes la adoran.
A Oshosi le han dado más años, porque además de
asesinar a un hombre, ha mutilado con un cuchillo de rebanar carnes a la tal
Selena, cómplice por inacción. Sabemos que ha llorado la hija, la pobre Mirka,
pero ya se repondrá. Sabemos que Ramírez anda rabiosa y ha amenazado con
hacerme daño, pero ya veremos si se atreve a enfrentarse a todo mi ejército
aquí adentro.
Oshosi ha vuelto a estrujarse con la mujer que ha
conocido aquí y con quien se ha casado simbólicamente. Yo he oficiado la
ceremonia. Y regresa como héroe, como toda una amazona después de haber
realizado su gesta.
Oyá y yo la recibimos con los brazos abiertos.