En una voz concisa y demandante Yolanda Arroyo Pizarro vuelve a poblar un espacio olvidado. Esta vez en Las Negras más que acercarnos a un tema, la autora nos sitúa en un espacio de la historia.
“A los historiadores, por habernos dejado fuera. Aquí estamos de nuevo… cuerpo presente, color vigente, declinándonos a ser invisibles… rehusándonos a ser borradas”. La dedicatoria, nos sirve de presagio al camino pedregoso que la autora realizó en la construcción literaria. Inmediatamente una complicidad inevitable nos lleva a avanzar en la lectura. ¿Quiénes son estas negras?
La obra se compone de tres textos narrativos: “Wanwe”, “Matronas” y “Saeta”. “El primer recuerdo pudiera ser…” así comienza el primer relato. Wanwe una adolescente arrebatada de su tierra Namib para convertirse en esclava. “Pudiera ser”, verbo imperfecto. Tan imperfecto como el intento de Wanwe por abstraer belleza de sus recuerdos y sobrevivir el tortuoso presente.
La narración en tercera persona selectiva nos suma a la lucha de nuestra protagonista por clavar las uñas en el recuerdo (única arma de conservar su identidad, ahora que tiene sus manos y pies atados y nadie le llama por su nombre).
El sonido claro y limpio de la voz narrativa nos seduce. “La costa se hace cada vez más chica, más distante” y Wanwe sigue siendo extirpada de su tierra. Este relato nos salpica perspicazmente de imágenes evocadoras que se desbordan de nostalgia: el correteo de los chicos y las chicas de la aldea, las cebras, las raíces de ceiba, los jabalíes, los rituales, el ureoré, y los cánticos de dolor.
La narración es eficazmente sazonada con palabras africanas. Esta herramienta hace que nos desvistamos de toda una existencia preconcebida y redescubramos el mundo desde la mirada de Wanwe. Un barco deja de ser barco, para convertirse en owba coocoo: objetos nuevos, impresionantes, desconocidos.
De esta manera nos situamos del otro lado de la historia. Desde los ojos del que llega a un puerto trayendo consigo un pasado, una identidad y que ahora es reducido a objeto. Pero los objetos no tienen memoria. Así nos hermanamos con nuestra protagonista y el terror de que sus recuerdos sean involuntariamente desaparecidos de la conciencia.
El texto está lleno de descripciones que nos abstraen a una violencia inevitable. La autora nos ata las manos, nos hala el cabello, nos desgarra la piel. Nos inunda los pulmones de pestilencias, estiércol, vomito, sangre… y como si nuestras fe no fuera lo suficiente frágil, el texto nos avasalla de dudas. “Los seres ancestrales no las liberan. No hacen acto de presencia a pesar de haber sido convocadas con todas las fuerzas. Tampoco asoman las nuevas deidades que adoran los chamanes de sus captores, aquellos que visten sotanas, usan un emblema en cruz y lanzan un líquido bendecido con rezos”.
En el segundo relato “Matronas”, Ndizi, una esclava ladina que ha sido declarada negra sediciosa e insurrecta y condenada a la horca es visitada en el calabozo por Petro, un monje destinado a documentar su historia. El cuento es narrado en primera persona: “Debo recordar no contarle jamás, todo lo que sé, lo que he visto, lo que he sentido”. La lectura nos lleva a experimentar el peligro del saber.
La referencia lingüística de nuestra protagonista termina fungiendo como recurso informático del viaje que ha hecho. El dominio del castellano, el yoruba, igbo y algunos conceptos taínos, wolof, congolés, francés, latín e inglés se atan inevitablemente a la faena para la que sus manos han servido: cocinera, obrera de caña y comadrona. Las conversaciones con Petro, nos van acercando cada vez a la razón de la condena de Ndizi, a fugas de yorubas refugiados en cuevas y a violaciones bestiales. A medida que avanza el relato se percibe una complicidad entre ambos personajes. De manera cautelosa se nos va aumentando el volumen de una voz que ha sido apagada, hasta permitirnos escuchar una confesión que llega a lastimar nuestros tímpanos y que al final de la lectura nos revuelve las entrañas.
El último relato Saeta, nos presenta la historia de Tshanwe esclava a la que sus dueños insisten en llamar Teresa. La clase hacendada es caracterizada por una serie de comportamientos que hoy nos pueden parecer insólitos, pero abordados desde la época esclavista no transgredían la norma.
De forma perspicaz, la narración nos lleva a unir genealógicamente a uno de los personajes con la autora. Como una broma sagaz y sarcástica, la autora le sede al dueño de la hacienda su apellido materno, bautizándolo como Giorgino Pizarro. El logro de este último relato reside en lo esotérico, la alegoría y el realismo mágico. La autora nos demuestra su dominio como malabarista de palabras, en un juego literario que nos regala una exquisita venganza de letras.
Las negras es el recuerdo de una herida interna y silente heredada por siglos. Las palabras nos llegan al ánima como un silbido de alerta, la herida se nos va haciendo tangible hasta manchar nuestras manos de sangre Así, los recuerdos olvidados no desaparecen, sino que son sepultados en el inconsciente para enfrentarlos luego. Leer Las negras es escarbar la historia y enfrentarnos a memorias antepasadas que han sido enterradas. Advierto que estas páginas son para los lectores valientes que consigan soportar la incomodidad que provocan las imágenes tóxicas que en ocasiones consiguen lacerar nuestra conciencia.
Al culminar la lectura de los relatos tal vez una nostalgia esclarecedora nos provoque un movimiento involuntario. Llevar el libro hasta al centro de nuestro pecho y sentir que algo ha cicatrizado dentro de nosotros.
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