Para probable decepción de muchos de los seguidores y estudiosos de las religiones afrocaribeñas practicadas en el Caribe, los fundamentos arqueológicos y documentales de estas antigüedades africanas, distan mucho de “las realidades” de los patakíes o leyendas y deidades de la Santería contemporánea.
Incluso el mismo origen de la “santería” se ha ubicado entrado ya en las Antillas el siglo XVIII, y su florecimiento a finales del XVIII y principios del XIX.
Por ello, tratar de ubicar “los orígenes de la Santería” en la vida y hechos de los primeros yorubas que llegaron en las primeras capturas y ventas de esclavizados por los portugueses en el siglo XVI, es forzado y probablemente equivocado.
Adentrarse en los “hechos históricos” de las antigüedades yorubas, no es menospreciar o invalidar de ningún modo la grandeza y belleza de los mitos de la Santería que de ellos se derivan, sino por el contrario, fundamentarlos en la historia y obsequiarles una buena dosis de humanidad.
Pero la historia, como interpretación en sí misma, se afianza también en relatos interpretados por los autores de los petroglifos, ánforas, esculturas, pinturas rupestres, códices, y por supuesto la traición oral. Tal es que la “certeza histórica” que proponen tales reliquias, no es ni por asomo más historia o menos interpretación que lo que el mismo tiempo determina como sobrevivido.
Sin embargo, de todo ello algunos “datos” que permanecen, son guías de interpretaciones que aspiran a esa certeza. Tal es, que las tierras que bordearon el Río Níger, fueron conocidas en el siglo XV y XVI como las tierras de Ilé-Ifé.
Y en Ilé-Ifé, una nación desorganizada, hervidero de inmigrantes subsaharianos, de sangre árabe algunos (jelofes), mezclados con naturales nigerianos sin fronteras más allá del Congo o más acá del Atlántico este, comenzó a definirse una personalidad, una forma de convivir, un lenguaje y un culto a deidades sin nombre, construidas en el inconsciente colectivo por el fragor del miedo por las guerras tribales, o por la gratitud de las cosechas.
De este disperso y desarticulado mundo, un general de muchas batallas es proclamado “Oba”, o Rey. Su nombre era Oduduwá, hijo de otro militar de oscura historia llamado Lamurudu, de sangre árabe. Oduduwá, al parecer, fue general de gran estima entre las muchas naciones de la aún indivisa Ilé-Ifé. Emperador magno y magnánimo, enemigo de la guerra y amador de la civilización, el orden y el progreso. Aún así, El Rey Oduduwá enfrentará las ansias expansionistas del general “Oba” Talá, (con el tiempo, Obatalá) subsahariano con esencia árabe igual, que intentaba anexarse a sus conquistas las tierras de Ilé-Ifé.
Al mismo tiempo, el general Orunmila, rey de una nación pequeña que le obedecía, intenta lo propio en sus deseos imperialistas. Oduduwá enfrentará a ambos enemigos con astucia y con la menor pérdida posible de almas africanas. Las negociaciones se imponen, y así, Ilé-Ifé queda dividida, tanto entre los hijos de Oduduwá y los hijos de los generales en pugna dando origen a varios de las ciudades-estados que conformarían esta vasta civilización. Oduduwá dejó para sí y sus hijos, las tierras de Ilé-Ifé.
Oranmiyán, uno de los más fieros hijos de Oduduwá, decide continuar la obra organizativa de su padre, pero a su vez también prepara ejércitos y entrena a sus soldados en el arte de la guerra. Las guerras tribales entre las naciones han sido siempre destino humano. Producto de ellas, Oranmiyan abandonará a su primera esposa y a sus hijos y se adentrará al África Central en busca de nuevos territorios.
Con el paso del tiempo, su primera mujer y sus hijos desaparecen en esas guerras y Oranmiyán en la búsqueda de paz, se casará con Torosi, hermosa africana perteneciente a la más prominente familia de Nupe, una de las naciones enemigas de Oranmiyan. Es cuando Oranmiyan consolidará la ciudad estado de Oyo. Con Torosi, Oranmiyan tendrá dos hijos, cuyos nombres pasarán a la mitología yoruba rodeados de luces y truenos: Sangó y Ajaka.
Al parecer Oranmiyán no compartiría mucho tiempo con su nueva familia, pues regresará solo, a morir en Ilé-Ifé. Nada se sabe de la infancia de estos hijos (que se cree eran gemelos), y algunos historiadores presumen que Torosi, y uno de ellos, fueron capturados por las ordas de esclavistas portugueses que llegaron desde las costas de Ilé-Ifé hasta Oyo mismo, durante todo el siglo XV. Invasión que los Obas yorubas no pudieron contener, y que por otra parte, con el tiempo, hasta colaborarían con ella.
Del Sangó histórico sabremos poco; pero consistente con la tradición, Sangó seguiría los pasos de su padre en la consolidación de las ciudades estado del Imperio Yoruba. Sangó casó muchas veces y tuvo muchos hijos, algunos destacaron en la milicia. De su personalidad se sabrá que fue fiero, agresivo, violento y vengador, del que se decía que cuando hablaba, salía fuego de su nariz y su boca.
Ajaka, quien hereda el reinado de Oyo por sobre su hermano, fue un mal rey, violento y hasta díscolo, autoritario y tiránico, que se valió de curanderos y brujos para consolidar su poder, lo que le ganó el odio de su pueblo. Ajaka pierde el control de Oyo en varias batallas tribales que Sangó y sus soldados tienen que ganar por él. Ajaka, humillado, abdica a favor de su hermano y Sangó adviene al reinado de Oyo. El poder se le sube a la cabeza y Sangó se vuelve despótico, tiránico y disoluto. Arrepentido por su ineptitud, abandona a Oyo a su hermano Ajaka, quien ya sin fuerzas lo deja en manos de su hijo Agajú.
Pero de los entretelones de esta historia, nada sabemos de la infancia y adolescencia de estos gemelos. Y de ser cierta, como parece, la historia que relata el secuestro de Torosi con uno de sus hijos, solo podemos aventurar cómo fue el regreso como adolescente polizón, desde las Antillas a África.
Aquí las entrecerradas puertas de la historia se abren de par en par por el vendaval de la microhistoria, del arte, la mitología y la tradición.
Torosi debió haber sido secuestrada junto con su madre y uno de sus hijos, y puesta en un barco negrero portugués cerca del año 1583. Los puertos de venta de esclavos de los portugueses eran mayormente Cuba, Santo Domingo, San Juan (Puerto Rico) y Brasil, donde la mano de obra esclavizada negra, ya había sustituido la taína.
Conocemos con vastedad, los detalles de la trata negrera y no es difícil recrear los terroríficos relatos del más infame de los eventos humanos.
La Isla de San Juan Bautista debe haber recibido a Torosi, a su pequeño hijo y a su madre, junto con cerca de 5,000 otros esclavizados negros que se reportan para esas fechas. Muchos de ellos no soportaron los embates de la explotación y morían con su cara en el agua de las quebradas y sus espaldas desgarradas por el látigo español. Otros, como bravos cimarrones, huyeron a los montes donde se organizaron para combatir a sus amos, y mantener vivas sus tradiciones yorubas, perseguidas sin descanso por el Santo Oficio de la Inquisición que se instala en San Juan con la figura del déspota Obispo Alonso Manso en la década del 20 del siglo XVI.
Era común entonces que la Iglesia requería esclavizados para sus servicios. Pero al quejarse de que no tenía dinero para comprarlos, los alquilaba a los terratenientes, quienes en la búsqueda del favor eclesiástico, accedía a tales alquileres, dejando en manos de la Iglesia la vida de los esclavizados. Estos eran mayormente mujeres, pues los hombres estaban destinados a las minas de oro.
Torosi y el niño, junto a otras esclavizadas, deben haber sido entregadas en alquiler al Obispo Nicolás Ramos Santos, quien ocupa el Arzobispado de San Juan en el año 1588, sustituyendo al Obispo Salamanca, uno de los Obispos más tiránicos y ricos que tuvo la Isla. El Obispo Nicolás Ramos Santos es recordado en el Teatro Eclesiástico como un aplicado estudiante de la Universidad Salmantina, quien se une a los franciscanos en la búsqueda de la expresión máxima de obediencia y humildad. Será notorio en su vida su faena persecutoria contra Fray Luis de León, monje agustino a quien envidiaba por su talento como poeta, y quien devendría con el tiempo como uno de los pilares de la mística española.
El fracaso de su faena, en la que por poco logra la condena inquisitorial de Fray Luis, lo lleva a alejarse del mundillo político metropolitano y pide sus bulas para venir a América como Inquisidor, lo que se le concede en la Isla de San Juan.
Es aquí donde purga su envidia, y comienza su terrible paranoia demencial. Ramos sentía pavor por los tambores africanos de los cimarrones en las noches, como si fuesen preámbulos musicales de su muerte.
En la “soledad de la Indias”, como solía decirse, Ramos da rienda suelta a su documentado carácter despótico, megalómano y hedonista. Presumimos, como ocurrió con muchísimos clérigos en San Juan, que su celibato debe haberse rebelado ante el brilloso sudor de los senos de las africanas alquiladas a su servicio.
Después de todo, era un inquisidor, y todo inquisidor era un potencial pervertido, o un preclaro sádico que usando como excusa la persecución de la herejía, satisfacía su “negro” placer.
Torosi por su parte debe haber sentido la extrema necesidad, visceral, entrañable, de que Olodumare diera a su hijo, como hijo de Rey, el nombre con que le correspondía enfrentar la existencia. Y para eso se necesitaba un ritual, un ritual muy antiguo de los orishas, en los que estos hablan en la sangre de un ebbó. Y al hablar dicen cosas, nombran personas, dan ideas, y protegen a los justos. Y este ritual jamás, que quede claro, ¡JAMÁS! podía interrumpirse, por ninguna razón del mundo. Torosi necesita que Olodumare identifique a su hijo, pues con ese nuevo nombre, regresará a Ilé-Ifé en el reclamo de lo que le pertenece, y con la misión de salvar a su pueblo. Botundé Ilé-Ifé, “¡regresa a Ilé-Ifé!”, será el ruego de las esclavizadas al adolescente Sangó.
Así, encontramos en un mismo lugar “histórico”, a Torosi y al Obispo Ramos, en los extremos más extremados de sus creencias.
La trama no tendrá un final generoso. Un documento del Archivo General de Indias, del estante 54, cajón 1, legajo 9, es una epístola del Obispo Nicolás Ramos Santos al Consejo General de la Inquisición en Madrid, en el que se relata con detalles jurídicos el Auto de Fe de tres esclavizadas negras en el quemadero de San Juan bajo cargos de hechicería, adoración a Satanás y blasfemia, entre otros.
Es este el único documento real que sobrevive de los Autos de Fe del Santo Oficio de la Inquisición en Puerto Rico. Pero es obvio que hubo muchos más cuyos documentos fueron expurgados. Historiadores de la Iglesia como Huerga, Murga, los hermanos Perea, Cuesta Mendoza, entre muchos otros, se rasgarán sus vestiduras negando que tales quemas ocurrieron en esta Nación nuestra. Uno de ellos admite en fanático menosprecio que si las hubo, debieron haber sido necesarias. Hoy nos sonreímos al leer sus apasionadas negaciones o exculpaciones. Porque, señores, estas hogueras aún arden.
Por ello, esta obra teatral que he escrito, busca razones, expone argumentos, desnuda intolerancias y desigualdades, y en el fondo –aunque tal misión no sea del arte- busca honrar el valor y la bravura de aquellos primeros yorubas “puertorriqueños” que nos legaron un mundo de entereza, de coraje, de valentía y fe contra el prejuicio, y el fanatismo católico.
Esta obra pretende volver a amarles y respetarles en su bellísima grandeza. Luz que ha dado fe a miles de hijos de esa hermosa religión llamada “Santería”, que aún sin practicarla, corre en nuestra sangre negra, y late en nuestro pasado colectivo en cientos de doctrinas, rituales y costumbres, que aunque diferentes muchas de otras, siempre van a la suma primigenia que es el amor.
Yo no pertenezco a esa religión, no la practico, pero honro muchos de sus rituales y sus patakíes me parecen soles de sabiduría y en mis días de pesar, llevo un pequeño collar de cuentas blancas que me protege a nombre de Obatalá. Los batás yorubas se me confunden a veces con mis latidos. Algo muy antiguo y muy mío me rinde a estos misterios, porque amo mis raíces negras y venero mi pasado.
Luego de haber escrito esta historia entendí el por qué en la religión yoruba, no había un orisha que representara el mal.
17 de mayo de 2013
Fuente: TEATRO PUERTORRIQUEÑO: GOZOS DE INQUISICIÓN Prólogo a un “pataki histórico” ante su estreno el 21 de junio de 2013 por Roberto Ramos-Perea
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