A veces se distinguen lloriqueos, movimiento, desesperación en la cuna. En ocasiones silencios. La primera llegó a la boca comandada por la interacción química de la leche y el azúcar en el biberón. La segunda siguió el rastro de feromonas en fila india. La tercera y la cuarta le hicieron cosquillas e hizo que se echara a reír. Subió y bajó manos y piecitos, giró la cabecita y allí se encontró con la decimoquinta, con la vigésimo segunda, con la centésimo primera...
Mientras los relojes blandos de Dalí siguen marcando la hora en la desgastada y fétida copia cuarta categoría de un crepúsculo, las fosas nasales se van llenando. Lo mismo ocurre con las orejitas a medida que la estampa en estarcido de la seda, se habita por una solitaria mosca y, dicho sea de paso, las hormigas que suben hacia el reloj de bolsillo. Un resbaloso óleo derretido se observa desde el catrecito que se menea defendiéndose de los insectos. Completando una tríada de relojes aparece otro a punto de deslizarse, y este acapara miradas... atrae unos ojitos asustados. Horror, sorpresa, ante la cosquillosa sensación que poco a poco se convierte en asfixia cuando el resto, que ya lo arropa casi por completo, se dirige motivado por el rastro de dulce hacia lo que queda sin cubrir de la boca.
15-9-2003
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