(Bruselas, 26 de agosto de 1914 - París, 12 de febrero de 1984) |
La inmortalidad, a 100 años de Cortázar
Por Yolanda
Arroyo Pizarro
El primer
cuento que leí de Julio Cortázar fue ‘La autopista del sur’ en mi año de prepa
en la Universidad de Puerto Rico. Mis sentidos literalmente estallaron y se
bifurcaron con el polvo cósmico que aún pulula luego de ese encuentro. Cual big
bang atronador, la prosa de Cortázar me acompañó en miles de noches de
insomnio. Conseguí casi todos sus libros, siendo mi favorito ‘Final del juego’.
Como si yo fuera el personaje de Leticia, entumecida y atrofiada por una
educación hegemónica que poco o nada toleraba la diversidad en mis años mozos,
mi psiquis estatua se fue desenmarañando cuando descubrí que leer —leer a Cortázar—
da mundo. Leerlo a Julio te enseña la verdad, te enseña la valentía. Así que la
efigie inamovible poco a poco se fue desenrollando, y bebí más y más de este
hombre Autopista, de este hombre Cronopio, de sus tesoros apalabrados. Bebí hasta
entender ‘Instrucciones sobre la forma de tener miedo’. Las contemplé con pavor;
las estudié de un modo muy obsesivo. Y con algo de sosiego me enteré de mi
inmortalidad, ya que en un pueblo de Escocia venden libros con una página en
blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página
al dar las tres de la tarde, muere.
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