Imagen del Museo Louvre (vista delantera).
Dora tiene quince años y aún no besa.
Practica con una naranja. Pulcramente la remolda de su porosa investidura, rodea la desnudez de los gajos con sus dedos estilizados, y la lame. Su lengua crea una coronilla refulgente de saliva, a la que siguen sus labios. Sus labios entornan la naranja con la frialdad del comer, abre y cierra su boca sobre la circunferencia que se desmorona en medialunas y pepitas. Movimiento silente, interrumpido por el chubasco que el jugo forma dentro de su boca, la saliva derramándose por los linderos de la boca, la boca rebanada en un gajo de lengua, la lengua cercenando los gajos uno a uno, protuberante, oscilante, los labios redondeles de una pasión, tal vez, tal vez, porque Dora no besa.
Dora tiene quince años y sus senos se abultan. Durante un año, las mañanas le otorgan nuevos malestares. Intenta contraer su pecho, esconder lo inevitable de su redondez a los imberbes del salón. Las maestras cuchichean, sienten gloria de ser testigos de la incipiente feminidad, tarde, seguro, pues su “fementida medianía” ante las demás perturba, pero “nunca es tarde cuando la dicha es buena”, mientras depositan el pan en el café y arremeten contra él en sorbos y mordidas, y se asombran por la gotita que se despide del seno del pan ante la presión mandibular, chorrea todo, sobre la camisa mal planchada y la falda de extensión pudorosa.
Dora debate contra su cuerpo porque no puede. Lleva cinco años de lentitud levantisca, de hormonas aletargadas, del pasmo de su cuerpo. Advierte la mirada de todos, de las otras chicas rellenas bajo las faldas, con sus caderas de metrónomo, sus senos embutidos bajo sostenes de poco algodón. Advierte el olor, ese olor que las acompaña una vez al mes, el olor que descubre su palidez, y la forma diferente de caminar, de andar más apretado, intransigente, de ojos fichados en el suelo, rápidos, y ese olor que despiden, que tal vez hasta los chicos advierten, porque retroceden en sus avances, aunque sea por unos días, es olor a rábano podrido, por eso su madre le advertía, no te juntes con las rabanizas, se te pega esa peste.
Antes, sus pensamientos se columpiaban entre los pueblos limítrofes de África y los pastoreos de unicornios ya perdidos. Sus manos se paseaban sobre su piel, rayada por los ungüentos humectantes, moldeando curvas y líneas sobre su estómago, cambiando esos linderos geográficos a su gusto. Mientras, rugían batallas de conquista, en la que los generales enemigos quedaban absortos ante el avance del caudillo rebelde, domador ciego de unicornios, enamorado cabal de la Reina Mariposa, simiente origen de todos los insectos alados. Las batallas eran sangrientas, pero siempre triunfaba el amor a las mariposas.
La peste llegó como quiera, tarde pero segura, una mañana de abril en que los trinos desafinados de las reinitas se podían escuchar hasta en la plaza del mercado. Seguía rebuscando la cama, pues había soñado que se ahogaba. Hendía sus uñas en el colchón, desgajaba su cabeza de la almohada, veía cómo se le perdía la respiración en un túnel de agua, túnel haraposo, aguas mundanas, de estiércol de hombre, eso sabía, estiércol de hombre, la mierda de mujer no hiede de esta manera, le había dicho su mamá, “si te apesta es porque serás marimacha” le advertía su mami, y se despierta descubierta, porque todo huele. Se levanta de los peñascos de su cama toda adolorida. El vientre la aguijonea, está hinchado como ciruela, suda borbotones bajo su piel de mandril, tan hosca y velluda como los mandriles, le había dicho la madre un día, “mira que saliste velluda como tu padre, todo un animal, eso era él, un animal, y tú igualita, igualita, pero no te preocupes, que te vamos a curar”. Despierta despeñada de la cama y sin voluntad. Se vuelve y salta fuera, liberándose de la pesquisa nocturna, y descubre la mancha, una mancha carmesí, un semicírculo ahondado por el colchón, que lo sorbe, lo sorbe, y la mancha se cimienta en la hendidura que era su cuerpo sobre el colchón, sobre la sábana que es paladar del lecho, ahora sí, ahora sí, los vellos que rodean su ombligo se erizan, aguanta una corriente de vómito en la laringe y en la nariz, porque ahí está el olor, la peste a rábanos, la peste que envuelve sus muslos, sus caderas que ahora desfilan de su espinazo, ahora que su vulva adolorida tiembla en contracciones, allí donde se enfrenta a todo, todo lo que ella contiene, y baja su mano estilizada, buscando el gajo que rasgó, su naranjita velluda que arrancó del palo y por eso sangra, mami, lo sé, mami que sangro y me ahogo, y al descender la mano, encuentra la dureza excitada de un penecito, enmarcado de unos vellos tan hoscos como los de su padre.
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Ruben J. Nazario (1971): Estudió Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico Recinto de Mayagüez, y biología en la Universidad de Kentucky. Se graduó de médico en la Escuela de Medicina de la Universidad de Louisville en 1997. Terminó especialización en pediatría en el Medical College of Virginia en el 2000. Terminó una maestría en Estudios Latinoamericanos (Latin American Studies) y Filosofía en el Skidmore Collage (Saratoga Springs, NY). Ha publicado cuentos y poemas en las revistas Hispanic Culture Review, Egophony y Narrativa Puertorriqueña, además de varios artículos publicados en el periódico Lexington Herald-Leader, cubriendo temas de la inmigración de latinos a los Estados Unidos. Su primer libro de cuentos, La soberbia venganza del verbo (Terranova) fue Premio Pen Club al mejor libro de cuentos del 2006. Es autor del blog Lo que se dice en silencio (www.loquesediceensilencio.blogspot.com). El cuento ‘Dora’ pertenece al libro de cuentos inédito Julia/Cuentos de invierno.
1 comentario:
Deliciosa recreación de la crudeza de la vida a la que no le falta razón, y es que muchas veces pasamos el tiempo persiguiendo fantasmas que a la larga resulta mejor no haber conocido.
Es hora de volver a empezar y a valorar cada momento vivido.
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