Día de extrañarte hasta la decima potencia, zorra.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos.
-Borges
La ley de atracción, le dicen. Yo creo en ella. He aprendido a manejarme con el instinto y a derrumbar las trampas que mi subconsciente crea en perpetuo sabotaje. A conciencia sonrío sin sonreír e imagino que voy a salirme con la mía. Al final, siempre me salgo con la mía.
Hace dos años, a modo de juego metafísico, le pedí a mi amigo Isaac que usando el software de edición de imágenes Corel, sobremontara una foto mía encima de una de la torre Eiffel, para que pareciera que había estado allí. Yo nunca la había visitado y no existía la menor probabilidad, ni la condición necesaria para que en un futuro cercano, me paseara, por ejemplo, por el Louvre. La foto se imprimió. La coloqué sobre mi escritorio. Le escribí: Recuerdos de mi viaje a Francia 2009. La miré detenidamente por el año y medio que estuvo pegada. La miré y la miré.
Nací en un barrio pobre. Fui criada por mis abuelos. Mis amigos eran los del caserío, el arrabal y el fanguito. Participaba en grupos de baile, luego fui coreógrafa. Actuaba en obras de teatro, después me inauguré como directora y autora teatral. Me robaba los libros de las bibliotecas porque en una ocasión, a los ocho años, leí El Principito, y después de llorar desconsoladamente sin saber la razón, sentí una desolación terrible cuando tuve que devolverlo a la biblioteca del colegio. A partir de ahí, cuanto libro solicitaba prestado de los estantes, se extraviaba. Se lo comía el perro (que nunca tuve), lo meaba el gato (que nunca tuve) o lo defecaba la vaca de la finca (ni vaca, ni finca tuve). Siempre había una excusa para que los libros no regresaran a sus anaqueles desolados. Estoy segura ellos preferían estar conmigo, a mi lado, siguiendo mi calor de madre sustituta. Después de eso, comencé a coleccionar ediciones de El Principito. Tengo sobre una veintena, en varios idiomas, de todos los tamaños y estilos. Lo esencial es invisible a los ojos, y en mi jardín, siempre hay una Rosa con espinas, esquiva, altanera, idolatrada. Recientemente, además, me he dejado domesticar y he aprendido a domesticar a una Zorra. Una Zorra taína. Aguerrida. Bravucona y revolucionaria, que me tiene ilusionada gracias a la pasión que supuran sus poros. La extraño a rabiar; vaya novedad; buena sorpresa. Me gustan las sorpresas.
Hoy estoy en el aeropuerto de Sevilla, esperando que el vuelo que me llevará a París pasando por Barcelona y luego Munich, sea llamado. Son las seis de la mañana en España mientras en Puerto Rico dan las campanadas de la medianoche de ayer. No han importado las condiciones de nacimiento o alcurnia, el color de la piel o los alisados, las marantas o el rapado de cabeza, la falta o no de oportunidades, los escollos en el camino, la gente que me ha abandonado o a los que he tenido que enterrar, las complicaciones de embarazo, parto o divorcios. No han importado las roturas de corazón, ni si he sido la novia, la esposa o la chilla, la oficial o la otra. Ni los soliloquios siquiátricos, las extirpaciones de vesículas o las hospitalizaciones asmáticas, los ataques de pánico, el embrujo del creciente, las presentaciones de libro, la censura, los borradores perdidos, los manuscritos rechazados, la elección de Obama, los nuevos planetas descubiertos, los paros nacionales, las lluvias de Oriónidas en el patio de tu casa, las exes arrepentidas o los tsunamis. Voy rumbo a París. El río Sena, Alexandre Gustave Eiffel, Charles de Gaulle, Musée du Louvre, Montparnasse. Ley de atracción, que le dicen.
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