Aquí el texto completo para disfrutar:
Las cinco extremidades
En la memoria tengo un viejo recuerdo que acaso es uno de los orígenes de mi relación con la escritura, las imágenes y los libros. Es una foto de la que solo guardo una representación mental. Recuerdo haberla contemplado, es posible que yo mismo la revelara en el laboratorio del Club de Fotografía del que fui miembro por apenas unos meses de ese octavo grado. En ese momento pensé que era mala, un sinsentido que no tenía nada que ver con la sucesión de atardeceres, fotos de mascotas y abuelos, escenas deportivas y documentación de bromas pesadas que en el colegio pasaba por buena fotografía. Sin embargo, ahora que la vuelvo a observar en mi mente, encuentro vínculos con lo que mucho más tarde serían mis intenciones, vías de exploración y con lo que quizás cabría llamar una estética del movimiento que siento íntimamente ligada a mi trabajo. Debo haber tomado la foto hacia el mediodía porque la luz cae a pico. En su parte superior derecha están los zapatos y las piernas hasta casi las rodillas de un compañero de clase. Los zapatos están sucios y usados, sus cordones casi sueltos. A la izquierda, cruzando en diagonal en dirección del calzado, está la sombra del fotógrafo. Es una foto del suelo y, simultáneamente, el retrato de un compañero y también mi autorretrato inmaterial en el que sombra y presencia se fusionan. Ya se encuentran aquí, como revelaciones de las que no se tuvo consciencia en el momento, algunos de los motivos de la obra fotográfica que realizaría décadas más tarde y que acompaña, sin subordinarse, a algunos de mis textos. Mi recuerdo conserva también el lugar en el que se tomó la foto. Fue en el pasillo de uno de los edificios del colegio, ante la puerta trasera de un salón, por donde salí con mi amigo en algún momento de la insufrible clase de español a tomar la foto que entonces pareció una aberración. Si alguna virtud he tenido en la vida, si demostré que pude ser capaz de realizar un trabajo concertado y grande, fue en torno a la supervivencia y superación de esa clase. Siento decir que es probable que en las aulas de muchas de las escuelas del país pervivan estos horrores. Por meses y años maestras y maestros sin convicción ni compromiso, que no eran ellos mismos lectores, nos asignaban libros sobre los cuales nos hacían las más enigmáticas preguntas: ¿Cuál es el tema de la obra? ¿Que personajes dijeron esto? ¿Cuál es el clímax de la acción? De pronto un poema, un cuento o una novela no contenía más que información: eran historias de gente que se amaba y peleaba, que viajaba y llegaba tarde, que moría de amor ante el estupor de lectores que no sabían lo que era la muerte ni el amor. Añádase a esto la selección de títulos. Por las taras del colonialismo y por falta de reflexión, trabajo y pasión de los que determinaban el currículo, se nos imponían una serie de obras que en su mayoría provenían de España. Si algo obtuve de esos años fue la náusea producida por el provincialismo,la objeción al lenguaje farragoso, al barroco cosmético que intenta compensar la desnudez conceptual; el descubrimiento, apenas atisbado entonces, de que existen tradiciones inservibles y que una lectura compleja pone en duda tanto al texto como a la tradición a la que pertenece. En la clase de inglés la cosa no mejoraba mucho. Eran las mismas preguntas, pero ahora en relación a historias en las que había nieve e irlandeses, ciudades grises llenas de fábricas, o poemas, en los que en bosques de arces y abedules nunca vistos, había que decidir por donde seguir en un cruce de caminos. En clase los textos siempre eran información, por eso no había necesariamente que leerlos, bastaba para sobrevivir con que alguien nos contara la historia o nos dijera lo que el poeta había querido decir. Con poner alguna vaguedad en el papel del examen se pasaba de año y, luego del verano, se entraba a otras aulas en las que en español y en inglés ocurría lo que ya conocíamos con la única diferencia de que ahora los libros tenían más páginas. Así, con variaciones por supuesto, pero fundamentalmente de esta forma, los Estados invierten billones de dólares en producir analfabetos, ciudadanos entrenados para darle la espalda de por vida a la cultura. En el caso de la sociedad puertorriqueña que, como sabemos, se ha enfrentado por décadas a un deterioro en picada, se estima un analfabetismo del 12% y uno funcional de más del 30% de la población adulta. El restante 58% de la ciudadanía no necesariamente ha desarrollado las capacidades para interpretar y gozar de un texto. Esta situación alucinante, este desastre producido por décadas de robo, corrupción e incapacidad, es lo que encontramos con solo salir de este recinto; es lo que aunque nos resistamos a reconocerlo, llevamos ya dentro de nosotros. Es lo que nos ha formado, es con lo que muchos luchamos a diario. Esta incapacidad generalizada impide a muchos entender lo que ocurre. Nos proponemos vivir en un mundo crédulo, de palabras y conceptos ingenuos, en arroz y habichuelas, imaginando que esto no es un obstáculo para desarrollar el entendimiento y la responsabilidad. Una parte importantísima de la población está convencida de que sus deficiencias de comprensión y su estrechez de miras no son impedimento para nada. Se está bien así, peor sería tener que leer, pensar, enfrentarse a una genuina y ética toma de decisiones. Todo ya se mide a partir de esta ignorancia segura de sí, orgullosa de sus mayorías, que ha desarrollado sus templos, sus instituciones y sus líderes. Quizá no lo sepamos, pero es aquí, en esta situación infame, que nacen los lectores, que surge la literatura. La escritura toma forma a partir del desastre, cuando las palabras de otro: del padre y la madre, de los maestros, de los curas y reverendos, de los líderes políticos, empresariales, bancarios, de la novia o el novio, chocan y se desmoronan contra nuestras mentes y nuestros corazones. Ese espacio interior del que se ha huido a lo largo de la vida y en el que sin quererlo nos encontramos sobrecogidos por la intensidad del dolor, es el lugar único, extraordinario, alucinante, en el que las palabras de otro o las propias, que acaso se comienzan a balbucear sobre un papel, dejan de ser información y devienen, envueltas en una emoción que marca para siempre la memoria y el cuerpo, belleza. Es decir, algo que expresa y produce más que el conjunto de los factores de un texto; algo que rebasa lo informativo, lo técnico; algo que aparentemente sale de la página, pero de manera inaudita, casi mágica, descubre y produce eso que no sabíamos que podía ocurrir en nuestra mente y en nuestro corazón. Es en el punto en que nos clava la desgracia, que se puede tener la oportunidad de hallar lo que hace la palabra. Es aquí que se descubre su capacidad de conmoción, es decir, su capacidad de movimiento y emoción compartidas. ¿Cómo seguir viviendo con lo que hemos perdido: sin juventud, salud, felicidad, justicia, amor, intentando aun así no desplomarnos como seres humanos? La respuesta parcial, siempre imperfecta, es la de las palabras que ahora han adquirido una densidad nunca advertida antes. Estas nuevas palabras son las de la experiencia literaria. ¿Cómo por la lectura reformular y revalidar nuestra humanidad? ¿Cómo en nuestras vidas llenas de pasiones y derrotas albergar el dolor que nos forma y nos une a los demás? Es en esta unión impredecible y maravillosa que se da la experiencia transformadora de la lectura. Brevemente, en el lapso de un texto, el lector construye una comunidad con un autor que en la mayor parte de los casos está muerto o nunca se ha conocido. En el tiempo en que la vista recorre los renglones de escritura y en los instantes en que perdura su impacto, el lector o lectora descubre (o redescubre, lee o relee) sus vínculos con el mundo. Por la comunión en el dolor, por la risa, por el gozo exuberante de una historia, por la iluminación que provoca sobre la realidad el poema, descubrimos y redescubrimos, más allá de las pérdidas y las renuncias, nuestra unión esencial con la tribu o la nación, con los vivos y los muertos. Por eso nunca estamos solos cuando leemos, nunca, al hacerlo, la injusticia, la explotación, el abuso, la traición, la inhumanidad son totales y, por ello, sobre la página, el mundo adquiere nuevas vías y posibilidades. Nadie se suicida, nadie mata, nadie agrede, nadie insulta, mientras lee un texto. Es imposible porque la historia que tenemos ante los ojos no ha acabado y porque por esa historia a veces escrita hace muchos años, la nuestra tampoco puede ir hacia un desenlace de causas simples. De aquí que los textos sean una exploración constante y sin fin de los límites de nuestro cuerpo y de la historia. Por eso, además, los escritores más radicales y en este sentido más profundamente literarios de cualquier época, exploran y redefinen lo que hasta su momento la tradición consideraba posible. Por ello, la escritura está en todo momento ante el peligro de su fin y, simultáneamente, enfrascada en la creación de formas duras y densas con las que reformular su pertinencia. Cada generación de escritores tiene ante sí el peso de una tradición milenaria y un salto al vacío; se da un paso tras otro en la sombra humana tras el fracaso de la luz. Escribir no es hilvanar bellas palabras o apreciables conceptos porque las palabras o ideas estimadas ya han sido negadas y pisoteadas innúmeras veces por el desastre de la historia y, por tanto, ya son bajas de la cultura, seres mutilados, agónicos, inverosímiles para reescribir infinitamente lo humano. Escribir es un body art: tanto deriva del paso del individuo por los espacios del mundo, como viaje interior del que renuncia a casi todo por el éxtasis de la palabra. En la escritura el periplo del nómada y la noche oscura del místico se juntan, entrechocan, se hacen mestizos. Por eso no tenemos cuatro, sino cinco extremidades: manos, pies y palabra. Ésta pertenece también a nuestro cuerpo y, como las palmas de las manos y las plantas de los pies, produce huellas. Los cuerpos oprimidos por la historia: los siervos, los esclavos, los asalariados, los desempleados, los emigrantes, los prostituidos. Los cuerpos oprimidos por el consumismo: los adictos, los obesos, los obsedidos, los enfermos de la civilización, los reos de las pantallas del internet, tienen tanto como los primeros hombres y mujeres de nuestra especie, manos, pies y palabra. En diferentes épocas, ante diferentes opresiones, injusticias y límites, esas extremidades mostraron que era imposible amputarlas sin que dejaran huellas. Así nacieron los caminos, los petroglifos, las canoas y la rueda, el machete, la bomba y la plena, la liberación de la mujer y de los homosexuales, la mayor parte de las naciones, todas las lenguas, los riesgos de los heterodoxos y el coraje de los apóstatas, los que dicen no al Templo, a la Academia y al Estado. En este largo proceso ha acompañado a la humanidad la literatura. De pie, con manos, con palabras, hemos procurado vivir. La escritura es un arma noble, capaz de dejar huellas: palabras, frases, metáforas que se salen de tono y cuestionan las seguridades, las amnesias, los narcisismos de las imágenes y los relatos impuestos por los que nunca entendieron que una palabra densa y literaria es una palabra de la duda. Hace muchos años salí de un aula a tomar una foto de los pies de un amigo y de mi sombra. El suelo se había convertido en una página. A su manera, retrataba el desastre. Decía lo indecible y anunciaba las palabras de mi futuro, las que esta noche he venido a ofrecerles. Importa a veces la etimología de los vocablos. Desastre proviene del francés medieval, desastre, y significa literalmente “sin astro”. El desastrado es, por tanto, el que ha perdido el camino, pero también el que descubre que el camino no llevaba a ninguna parte. Leer y escribir es estar desastrado, hacer como ese niño que sale del aula a tomar una foto, que opta por no quedar adentro y engrosar las filas de los ¨informados¨, de los que siguen los astros de las palabras simples, de los que adivinan en el examen cuál es el clímax sin darse cuenta, que a lo mejor, personal y colectivamente se encuentran en el punto más bajo. Leer es comprobar que el cuerpo puede representarse por la sombra de una silueta y en la sombra de la tinta. La literatura solo es posible a partir del desastre, es decir, de la pérdida del camino. No cabe, por eso, en muchos ámbitos: en la publicidad y la propaganda, en todo lo que tenga imágenes puramente informativas, en todo enunciado que no dude sobre lo que enuncia y cómo lo enuncia. Por eso acontece que muchas veces la literatura no quepa o con los años deje de caber en lo que nos han dicho que es la literatura. Hay hombres y mujeres que se extienden y se extienden con sus cinco extremidades y nunca llegan a los astros. Asumen este conocimiento con dolor, pero a veces también a partir de la euforia, la soberbia, la rebelión o el éxtasis. Esta es la palabra que se ha hecho cuerpo en un cuerpo separado y solitario, en esos cuerpos humanos que lejos de los astros se conmueven con los astros, que lejos y separados de los demás los atraviesa la emoción de conocer la soledad y la lejanía de los demás. Así, cuando la palabra se hace una extremidad más del cuerpo, se da una de las pocas posibilidades de unión de la humanidad. En ese momento las palabras de los textos de los milenios dejan de informarnos y comienzan a conmovernos. Les doy la mano con la boca y los abrazo con los pies, aquí y ahora, sin astros, tocándonos con las cinco extremidades, sabiendo que estamos solos, pero que nos conmueve lo que hace la palabra: la belleza. -
Fuente: http://www.corregidor.com/blog/?p=824#sthash.j5jNOiJp.dpuf
Fotografías del Festival de la Palabra de Puerto Rico 2013
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