Serie narradoras puertorriqueñas: Dinorah Cortés y el cuerpo como espacio de colonización
Cómo escribí mi cuento favorito
Especial para Boreales de Yolanda Arroyo Pizarro
Llego a este
relato, publicado en mi miscelánea Cuarentena
y otras pejigueras menstruales (Editorial Isla Negra, 2013), a causa de una
preocupación constante con el cuerpo como espacio de colonización de lo
femenino. Desde que fui consciente, allá por los años noventa, de la práctica
de la mutilación genital de niñas (llamada eufemísticamente “circuncisión
femenina”), el tema se me volvió una obsesión. Produje en ese entonces una
versión rudimentaria de lo que eventualmente se convertiría en mi cuento
“Ritos”.
El plural en el
título signa la ambigüedad de los rituales, primero, de agravio y, luego, de
desagravio por los que el personaje principal, la gambiana Mansata, tiene que
atravesar. La primera “ceremonia”, la de la infibulación, hace actuar a su
cuerpo como “movilizador” de un orden destructivo que silencia la sexualidad de
la mujer. La segunda ceremonia ocurre con el paso de un tiempo que ha marcado el
desarrollo de Mansata como sobreviviente.
El final del
cuento nos la revela como persona capaz de reinventarse a sí misma por medio
del arte (llega a ser curadora del Louvre), de la conexión con su cuerpo (a
través de la danza y de ejercicios de respiración), del reclamo del espacio de
un piso propio en París (por medio de la quema de salvia y copal), y
finalmente, de la práctica de la compasión hacia su agresora, su abuela, como
ejercicio de libertad.
“Ritos”
(fragmento)
Hoy es el cumpleaños de
Mandiki Njie, la arquitecta de mi desgracia, y mi abuela. Fue ella, viuda
y anciana, quien se hizo cargo de mí, hija única, tras el aparatoso accidente
de autobús, ido a pique por el despeñadero de la traición inadvertida, o quizá intuida
en el último minuto; accidente en que fallecieron mis padres cuando no llegaba
yo al primer trienio. No puedo decir que tenga memoria de ellos, pero
quiero figurarme un par que, todo solicitud y fiero celo, me hubiera defendido
de los embates de una anciana, llamada “abuela”. La misma que llevaba en la cara unos ojos
como tizones el día que, mirando con odio incontenido los pliegues color
ciruela de la vulva de una niña de doce años, llamada “nieta”, procedió a
ordenarle a Binta Bah, comadrona y esposa del herrero: “Hazle una perfecta
faraónica”.
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