Desgracia. John Maxell Coetzee. Mondadori, 2004.
2da Edición. Traducción de Miguel Martínez Lage. Contrario al título de esta novela tan célebre y que muchos han catalogado como su mejor obra narrativa, la prosa de John Maxell Coetzee no es para nada desgraciada. Todo lo contrario, es un gran atino dentro del caudal literario que hoy por hoy nutre y se nutre de lectores en busca de prosa lúcida y próspera. La narrativa de este escritor sudafricano es cortante, filosa, transmisora en esencia de la lastima y el maltrato homínido de la especie por la especie. Es tan directa al grano que sobresalta, que asusta, que apasiona. Su técnica puede instruir al nuevo novelista, al escritor emergente de prosa extensa, porque Coetzee poda la acción sin que le cueste a la trama, monda los detalles casi en una perífrasis lírica y cinematográfica, esmocha lo innecesario y replantea el asunto de la edición literaria como un siniestro que debe enfrentarse y al que no hay que temer.
Coetzee nació en Ciudad del Cabo, Africa en 1940, y estudió entre las universidades de su comarca natal en el continente madre y Texas, USA. Es profesor universitario (lo mismo que su protagonista) desde 1971. Sus postulados narrativos que incluyen la novela, artículos periodísticos y el ensayo de opinión, a menudo con símbolos y alegorías, atacan el sistema del apartheid en Sudáfrica y masacran con su postura los ejemplos históricos del colonialismo político y racial. Coetzee ha sabido equilibrar en sus escritos el reclamo de la justicia social con las exigencias técnicas y estéticas de una prosa bien cuidada. Trae en cada palabra minuciosamente colocada, el asunto de conflicto hegemónico entre los blancos africanos versus los negros africanos que comparten el continente. Ha ganado importantes premios que dan merito a su talento, entre ellos el premio Booker en dos ocasiones (1983, 1999), y el Premio Nobel de Literatura (2003) que lo convirtió en el segundo autor de su país que haya obtenido este gran laudo después de Nadine Gordimer. También posee la primera edición del Premio Reino de Redonda, creado por el novelista Javier Marías, concedido por su capacidad para ponerse en la piel del otro. Otras novelas son Tierras en penumbra (1974), En el corazón del país (1977), Esperando a los bárbaros (1980), Foe (1986) y más recientemente Elizabeth Costello (2004). También ha publicado varios libros de ensayos, como Doblando el cabo: Ensayos y entrevistas (1994).
Coetzee elimina el melodrama excesivo, y escribe cortantemente, hasta el punto de que su parquedad emociona, altera los sentidos. Logra que el lector le pida más de su tajante exposición con la ansiedad del niño que exige más chocolate. Su amplitud temática que no roba foco de los postulados de más peso, y su escasez de retórica al conducirnos por el conflicto de los personajes, permite a sus párrafos respirar con aplomo, deslizarse por la vida que nos cuenta. En sus diálogos hay un performance estético magistral y que envidio, pero que disfruté con total regocijo. El libro no puede postergarse, hay que leérselo de un tirón, en uno o dos días, a pesar de las 257 páginas que componen la novela.
Coetzee es eficaz exponiendo los acontecimientos que rodean la vida de David Lurie. Relata en tono vital y acertado los aconteceres de un profesor universitario que, por desgracia, se mete con una joven estudiante de su clase, lo cual desencadena una serie de accidentes que mutilan, hieren y empobrecen mundos y personalidades ante los sinrazones. El profesor Lurie es un hombre desgastado por las reiterativas hecatombes de su tiempo y espacio, por la absurda efusión diaria de la sangre inocente, pero también iluminado por la poesía más sublime, esa que siempre tienden a extraviarse entre el dolor y la devastación que nos acecha. Una sucesión de infortunios convergen en la obra a medida que se complica, mientras nos enteramos de cómo vive y se manifiesta el Profesor Lurie a través de su quehacer en contra de los convencionalismos de la universidad que ahora desea su cabeza. Lurie decide terminar con la hipocresía extrema que abarrota el sistema que ahora lo sojuzga, siendo el caso que más de un colega actúa de la misma manera que él en términos morales. Su decisión cambiará el curso de su vida y atentará el establishment de un fondo de retiro lucrativo que se ha ganado hasta sus últimos días como profesor mediocre, según él mismo se cataloga, y que estará a punto de perder por su desliz. El autor plasma a un Lurie que “sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida”.
Semejante a Memorias de mis putas tristes, Desgracia elabora un retrato inicial ampliamente polémico entre la relación que mantiene el profesor David Lurie y su único contacto carnal-social, una prostituta de nombre Soraya a la que ve con suma frecuencia, y a la que prefiere a mezclarse con el resto del mundo o terminar en un lío de faldas en donde sus sentimientos se vean demasiado expuestos. Es precisamente el rompimiento de la relación económica-emocional con Soraya lo que dispara el resto del entuerto.
“Porque la belleza de una mujer no le pertenece solo a ella. Es parte de la riqueza que trae consigo al mundo, y su deber es compartirla” es la línea de diálogo que logra la conquista de su estudiante, y que nos muestra a un Lurie oportunista, reaccionario a sus instintos más primigenios, los del cuerpo, los de la erección aún pasados los años mozos. Su sorpresiva dependencia por la joven altera el cosmos del plantel universitario y sus colegas, pero también altera la vida del novio de la muchacha, la de sus padres y la de la hija de Lurie, la rebelde-conservadora Lucy, en quien pedirá refugio por algunos meses mientras el escándalo se apacigua. La propia Lucy trae a escena y replantea los gustos y disgustos sociales en términos de sexualidad y ejecución femínea en el África de rebeldes machistas en donde tal rebeldía e independencia exige ser pagada a un precio demasiado caro.
J. M. Coetzee es, sin más, un héroe que toma dictados de la conciencia y lo plantea como mejor lo entiende. Nos cuenta el drama que ha “vivido como testigo y protagonista; que susurra al oído de nuestra sordera cosas ya dichas con vehemencia […]: que nuestro mundo agoniza; que nosotros -los habitantes de este entorno- nos odiamos sin remedio; que la palabra nos salva, si acaso, del suicidio…” (Tejeda, 2004). Desgracia es un placer al paladar.
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Publicado en Derivas.net