Quince minutos y ocho semanas
Por Mariposas Congeladas
Abro las piernas frente a dos desconocidos: un hombre y una mujer. No me interesa saber sus nombres, mucho menos ofreceré el mío. Me molesta el olor a desinfectante; quieren forzar un aire de pureza en este lugar. Además, la que decoró esta oficina carece de buen gusto porque ha empapelado las paredes con flores color malva intentando darle un toque femenino. Sobre la cabeza me ilumina una bombilla acusatoria. Al acomodarme en la butaca se escucha el crujir del papel blanco que sirve de escudo bacteriano. ¿Se creen que un papel puede ser barrera de gérmenes?
Las ruedas de una silla se arrastran para atraer al hombre frente a mis piernas. Ella se sentó a mi lado con su sonrisa ensayada y comenzó a explicar todo el proceso. Detrás de ella colgaba una caja de cristal en la pared llena de mariposas congeladas. Respiré profundo, el contacto con el metal siempre me hace salivar. La estática inundó mis oídos, ella me dijo que eso era normal. También la taquicardia, era uno de los efectos de la anestesia. Yo quiero todos los detalles, ya le había advertido que se ahorrara los comentarios falsos de que el pinchazo era como una picada de mosquito. Él encendió la máquina, prometió todo acabaría rápido. Aquel sonido se tragaba las voces, era el aspirar de un sorbeto insaciable. No se lo pedí pero ella agarró mi mano. Cambié la vista a la pared, conté las mariposas detrás del vidrio para ignorar la mordida interna. Al cabo de unos minutos las rodillas me temblaban sin control. Escucho unos frascos abrirse. Ella abre el grifo para que el agua corra y el drenaje se traga la última gota. Yo me toco la barriga por primera vez y respiro en el anonimato.
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