Cuento Premiado Primer Lugar en el certamen internacional PFDB Argentina 2006
"Dedicado a mis dos matrimonios literarios:
A Alma Rivera, por prestarme sus hombros para secar lágrimas.
A Emilio del Carril, por sus besos en la nuca.
Finalmente, a la musa que siempre ha de ser musa,
Mamota, idolatrada a perpetuidad por esta cielonga de amor."
¿Cómo se vive después de algo así? ¿Después de la opresión atravesándote el pecho? ¿Vuelve a latir el corazón igual? ¿Se puede respirar con semejante perturbación sobre las sienes?
Camino sobre cubierta con los ojos mojados. Alzo la mirada hacia las velas izadas. Regreso al timón y le doy una vuelta leve. Vamos decididos, mi barco y yo, hacia el nuevo destino. No puedo quedarme impávido, de brazos cruzados. No soy culpable. Voy a protestar. Voy a renegar y a negarlo. Ante aquella acusación, el silencio me tragó antes de yo engullirlo. Aún así, no pude abrir la boca en ese momento, pero hoy, ahora, voy a confrontarlo.
El agua parece una plataforma de destellos grises que quiere tragarse el horizonte. Los bultos, como los de un terciopelo mustio, desabrido, se abren y cierran, se agrandan y se achican, saltan y se sumergen. No tienen dientes, pero me muestran las barbas que les guindan de la boca, las barbas cremas que les cuelgan de cada labio. Devoran las profundidades. ¿Devoran mis recuerdos? ¿Se han tragado mis memorias como lo hacen con el fondo marino, absorbiendo sedimentos y crustáceos, separando los pedazos del resto con sus filamentos?
La impresión que recibo al acercarme a una ballena dormida es, sobre todo, de inmensidad. Es como si cada ojo de ballena arrinconara un universo. Miras el ojo, la esfera, y uno se pregunta si dentro de cada córnea puede hallar una dimensión distinta. Enormidad, soledad de espacios, de carnes, de piel dura grisácea. Su presencia es abrumadora, apabullante. Te inspira una tristeza irremediable que no se extingue, como la propia especie. Hoy las ballenas lloran conmigo.
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-Mi hija viene a visitarme.- voy recogiendo el ancla y me volteo para esperar la reacción de Ambrosio ante la noticia. Él se pone feliz. No la conoce, pero está loco por conocerla, o al menos así me ha dicho siempre. Quiero a Ambrosio como a un hijo y cada vez que puedo le hablo de mi Viveca. A veces le muestro algunas fotos de ella, de cuando estaba en la escuela o de cuando era chiquita y me ayudaba en el pequeño negocio de pesca que teníamos. Era linda la niña. Parecía un palillo de dientes, flaquísima, pero siempre linda. También le muestro la única foto que me envió de cuando se fue a estudiar biología marina a la universidad. En ella se veía más ancha, más grandota, todavía hermosa. Hizo su internado por varias islas del Caribe. Llegó a viajar a España también y después regresó a México a hacer un trabajo con la UNAM. Todo eso me lo contó en la única carta que alguna vez me escribiera. Desde hace mucho no nos vemos. En estos días me acaba de enviar un telegrama. “Iré a visitarte. Viveca”, decía. Pienso en volver a verla y un mariposeo se me atraganta en el estómago. Quisiera recordar más cosas de cuando era pequeña. El salitre me lo hace imposible.
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“En momentos como este, el ser humano percibe que se aproxima a una criatura que sobrepasa su comprensión, a una presencia misteriosa encarnada en un increíble cilindro negro.” Terminé de leer la cita. Viveca miró hacia arriba, recostada de la baranda de la lancha, los ojos saltones, dos colas de cabello rubicundo a cada lado de su cabeza, la falda de querubines cuadriculados. Menudita era mi Viveca.
-Jacques Yves Cousteau, el oceanógrafo.- dijo. Sonreí orgulloso y cerré el libro asintiendo. Mi hija cada vez memorizaba mejor. Incluso mejor que yo. Esa mañana, luego de creerme listo para la travesía, había dejado olvidado el atuendo de buceo en alguna parte de la cabaña. No recuerdo exactamente en dónde. Ella, sin embargo, a sus siete años de edad, puede grabar en su memoria citas como aquella y hasta más extensas. Ha traído sobre los hombros, sin que yo se lo recordara, su mochila con la toalla, el bañador, la boquilla de buceo y los anteojos para sumergirse. Esa tarde, por primera vez, hemos divisado al cetáceo.
Después de ello, muy periódicamente, continuamos viéndolos en nuestras travesías. Las relucientes aguas de la bahía Magdalena nos regalaron muchos y hermosos vistazos del impresionante animal. Me volví guía. Comencé a traer grupos de personas, cada vez mayores, para que vieran a aquel fenómeno marino que era del mismo grande de un autobús. Aquellas masas colosales no se asustaban, todo lo contrario. Parecían disfrutar de la compañía. Nos observaban curiosas a medida que salían a la superficie para respirar, cada tres o cinco minutos. En principio cabíamos todos a bordo de una pequeña lancha que fui reparando de a poco con mis propias manos. Luego, con el cobro del espectáculo natural que nos obsequiaban las ballenas y que yo colectaba gustoso, pude hacerme de una embarcación un poco más grande.
Me convertí en guía porque mucha gente anhelaba observar a esas maravillosas criaturas. Todos los años emigraban a las lagunas de Baja California para aparearse y parir. Pocos marinos y pescadores se atrevieron a hacerles frente. Las razones eran diversas. Muchos dependían de la pesca para subsistir y no deseaban invertir en un proyecto nuevo que quizás no diera resultado. ¿Qué saben los pescadores de ser guías turísticos? ¿Qué saben los marineros de dirigirse a las gentes, de hablarles, de explicarles sobre la vida marina de ciertas especies? Dedicarse a lanzar sus redes y llevar comida a la boca de sus familias, los alejaba de algunos retos como aquel. Yo mismo pensaba igual a ellos por un tiempo. Trabajar duro para mantener a los de uno, era el lema. Pero las bocas que alimentar fueron disminuyendo en mi círculo consanguíneo. Una fiebre extraña cobró las vidas de mi mujer y mis dos hijos varones. Quedamos solos la chiquita y yo. En un rapto de intensa tristeza quise cambiar mi rutina, para no acordarme de mis fallecidos. Las pérdidas son demasiado grises, mucho más grises que las ballenas dormidas. Creo, y ahora que lo pienso lo creo con más vehemencia, que fue ahí cuando mi mente empezó a borrar memorias.
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Viveca llegó y trajo consigo un aire de corales y algas saladas. Creo estar casi seguro que Ambrosio ha quedado impactado con su belleza. Está alta y redondeada. Posee unas libritas de más que no le vienen mal y que para nada han logrado que Ambrosio deje de mirarla a todas horas. Va a quedarse con nosotros diez días, que es el tiempo que le toma al transportista de la ciudad regresar con su camioncito lleno de turistas. Se ha registrado en una cabaña de los alrededores y promete visitarme a la casa todas las veces que pueda. Entre vacacionar y visitar a su vejete padre, desea tomar fotos de las ballenas y redactar o escribir algo así como un ensayo de biología marina, de la materia esa que estudió en la universidad.
Apago el motor, y nos acercamos remando sigilosamente. Estamos hoy en la lancha pequeña. Las ballenas parecen ajenas por completo a nuestros movimientos. Ya están acostumbradas. Podemos observar la ceremonia de cortejo. Chapaletean, giran sobre sí mismas, arrojan sus chorros, se zambullen. Hacen ostentación de la aleta caudal. Viveca nos cuenta que esas sumergidas tan sincronizadas se llaman “salidas de reconocimiento”. Asoman la cabeza fuera del agua y avistan los alrededores.
-Debe conocerte, Francisco, -me dice, y aún me pregunto por qué Viveca ha decidido no llamarme “papá”.- Las ballenas dormidas tienen buena memoria.
Las envidio. Quisiera poder recordar más cosas sobre la madre de Viveca y sobre mis dos niños que ya no están. Ambrosio asiente, pensativo. Me sonríe y luego mira a Viveca. Me da pena aceptarlo, pero ella lo ha ignorado por completo desde que llegó.
-En el siglo diecinueve se sometió a estos animales a una caza tan encarnizada que casi quedaron exterminados en el Pacífico oriental.
-¿Cómo han llegado hasta acá de tan lejos?-pregunta Ambrosio, más para dejar de sentirse invisible ante Viveca que por cualquier otra cosa. Ella se levanta de hombros, me mira y me pide que por favor, le preste un abrigo porque tiene frío. Bajo a la cabina y se lo traigo.
-Gracias, Francisco.-me dice, y vuelvo a sentirme igual de raro, de incómodo, hasta de receloso. Pero no se lo digo. No se lo digo.
-Por el calorcito. Y por comida. Llegan hasta acá de tan lejos por comida. Se dan un banquete de pequeños crustáceos en el Pacífico, y luego siguen buscando alimento hasta llegar a estas lagunas. Les toma de dos a tres meses llegar. En el trayecto pierden buena parte de su peso. En ese período dependen casi exclusivamente de su reserva de grasa. En el cuarenta y siete se le otorgó protección total por la Comisión Ballenera Internacional, y en años recientes, el gobierno mexicano ha establecido para ellas santuarios y reservas. En la actualidad la ballena gris ya no se considera especie amenazada.
-Sabemos que las hembras preñadas son las primeras en arribar a las lagunas, y aquí paren a los ballenatos.-Ambrosio aprovecha el repentino ataque de atención- Nacen de cola, los hemos visto. Asisten en cada parto otras dos hembras; les decimos las tías.
-Sí, actúan de comadronas, Viveca. Es de lo más simpático todo el asunto. –le digo yo.
-Francisco, ¿cómo se llama aquel ballenato que nació el día de tu cumpleaños? ¿Te acuerdas? Le pusimos nombre…-Ambrosio me lo pregunta luego de dar una risotada.
Trato de recordarlo, pero no lo logro. Se me hace imposible.
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Les cuento a mi grupo de turistas que, aunque está prohibido situarse a menos de treinta metros de estos cetáceos, a veces las madres ballenas, dominadas por la curiosidad, se dirigen con sus crías hasta las lanchas e incluso se dejan tocar. Ellos gritan emocionados cuando se dan cuenta que mi comentario es más una advertencia que otra cosa, porque ya se ha acercado una de las ballenas y saca su ojo por encima del agua y nos rocía con su pequeña ducha salada. Exhibe unas manchas blancas en la piel, ocasionadas por las bellotas de mar y otros parásitos. La escuchamos respirar y gustosamente volvemos a dejarnos mojar por su chorro. Ambrosio se coloca un letrero muy atractivo, en colores brillantes, que anuncia un precio bastante módico para aquellos valientes que deseen palpar la piel de la ballena.
-Los cetáceos permanecen en las lagunas dos o tres meses, de enero a mediados de marzo. Aprovechen ahora para tocarlos.-intenta convencer Ambrosio- Ya casi se nos acaba la temporada.
Los turistas corren y hacen una fila larguísima en cubierta. Todos van a pagar por aquel recuerdo tan único. Como Viveca hoy viaja con nosotros, la miro. Está del otro lado, parada cerca del timón. Estudio su perfil. Una de las velas posee el mismo color que sus ojos. Está triste. Me le acerco un tanto dubitativo.
-Mañana es el décimo día, hija. ¿Te vas con el transportista? ¿Te regresas?
-No. Voy a quedarme otros diez días más.
Me pongo feliz.
-¡Que bueno! Así podemos pasar más tiempo juntos.
Ella me mira de frente. Sin rodeos, desafiante. Su mirada es gélida. La comisura de sus labios se aprieta de un modo extraño.
-Tenemos que hablar, Francisco. Por eso voy a quedarme.
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Puede ser posible. ¿Puede ser? No reacciono. Mi intención es tratar de entenderla, pero no lo consigo. Ella me cuenta, me habla, me confiesa un mar de palabras sin fondo. Me exige.
-¿Cómo no puedes acordarte? He pasado el resto de mi vida odiándote, olvidándote, brincando de crisis nerviosa en crisis nerviosa. Mira mis uñas, comidas, masticadas hasta la mitad del dedo. Casi no poseo uñas, casi no duermo. Nunca he soñado después de lo que me hiciste. Siempre he tenido pesadillas. Sueño que regresas y vuelves a hacerme lo mismo. ¿Cómo puedes decirme ahora que no lo recuerdas? ¿He estado internada en hospitales mentales, posponiendo mis estudios, afectándome en las notas, para que tú me digas hoy que no te acuerdas de lo que me hiciste? He venido hasta acá intentando superar mis fantasmas. He venido a verte a petición de mi siquiatra. ¿Y eso es todo lo que puedes decirme? ¿Qué no lo recuerdas?
¿Cómo explicarle? ¿Cómo se vive después de esta opresión atravesándote el pecho? ¿Vuelve a latir el corazón igual, luego de lo que te han dicho, luego de lo que te has enterado? ¿Me estoy enterando? ¿Se puede volver a respirar con semejante perturbación sobre las sienes?
Camino sobre cubierta con los ojos llenos de lágrimas. Alzo la mirada hacia las velas izadas. Regreso al timón y le doy una vuelta leve. Vamos decididos, mi barco y yo. Voy a apuntar con el dedo a Viveca. Voy a gritarle. No puedo quedarme impávido. No soy culpable de lo que se me acusa. Voy a protestar. Voy a renegar y a negarlo.
Olvido que la acusación no ha sido hecha hoy. Fue hace años. Olvido que Viveca ya no está para confrontarla, que de Ambrosio ya no sé hace siglos, que ya no soy guía de nadie. Olvido que mi hija no pudo aguantar el dolor de vivir con algo tan fuerte. Olvido su rostro sin vida, sus venas rotas, el charco escarlata sobre cubierta, las velas manchadas y las ballenas olisqueando fluidos raros. Olvido sus gritos nocturnos, sus piernas de batalladora, sus bofetadas mientras empuja. Las pérdidas son demasiado grises, mucho más grises que las ballenas dormidas. Lo olvido todo porque en el fondo, duele y recuerdo demasiado.