Este cuento que acaba de ser incluido en el libro 'Carimbos de cáncer', fue escrito en el 2011. Toca el tema de una tragedia terrible en Japón. Cuando lo escribí aún era incierta la magnitud de la hecatombe. Hoy, ante noticias de la emisión de más de 300 mil toneladas de agua radiactiva al mar, me da miedo nuestro futuro. Y me da vergüenza lo que hemos hecho como humanos.
Fukushima
entre dos
por Yolanda Arroyo Pizarro
No siempre me
interesaron los atardeceres. Ni los
conteos o las enumeraciones.
Previo
a mi turno, hay una hilera interminable de personas esperando. No quise hacer esta fila antes, pero ahora es
diferente. Me preocupa demasiado el
dolor. Hay gente que lo ha intentado bajo su propio riesgo. Con éxito, desde
luego. ¿Cómo no se va a tener
éxito? Sin embargo, el procedimiento no
es supervisado y es más doloroso. Se pasa peor.
El
agua de los grifos ya no es apta para que la beban los bebés. La cantidad de
yodo radiactivo en algunas zonas es el doble del nivel considerado idóneo para
consumo humano. Hasta se nos ha pedido que no comamos vegetales. Todo el día nos exponemos a advertencias de
las autoridades. Queda poco de la radio,
la televisión o el internet. Se ha
corroído incluso la fibra óptica, lo que parecía imposible.
Nuestro
modelo, o el modelo promovido por el gobierno, el reglamentado, es más
compasivo gracias a los consabidos beneficios que La Ley Orgánica Mundial de
Octubre de 2011, creada a esos efectos, permite. En otros países se ha ido legalizando desde
una semana después a la explosión nuclear de Fukushima Daiichi. Pero en este
terruño ha tomado más tiempo, más burocracia; aquí todo es más complicado. Estoy consciente que otros gobiernos son
mucho más eficientes, hasta en esto.
La
tarde en que voy a anotarme para recoger la receta de las sustancias llego
retrasado y fatigado. Me he despedido de
Lorca, mi gato calvo, y de Saramago, el love
bird desplumado. Al pajarito le he
dejado abierta la jaula, esperanzado que Lorca, no se lo coma. Creo que no lo hará, no tiene las fuerzas. Deseo
que vuele y muera lejos, tranquilo, sosegado.
Luego, pienso que quizás él tampoco lo logre.
La
manejadora de casos me explica que antes de la terminación debo llenar un
formulario de fe. No tengo ninguna, le
aclaro a la mujer frente a mí, pero inmediatamente ella quiere saber si siempre
ha sido de ese modo, si alguna vez he militado en religión alguna, si de
casualidad he sido misionero. Le explico
que fui sodomizado por un sacerdote católico a mis ocho años. Añado que en consecuencia, di inicio a una
campaña de sodomía a otros menores.
Entonces, la mujer del cuestionario, menudita, con un ojo brotado,
úlceras en la piel y vendas, me mira estupefacta. Traga con dificultad y baja la cabeza. ¿Prefiere que continúe o lo dejamos en que
soy ateo?, le pregunto.
Ella
marca un encasillado y cierra el expediente.
Su terminación está pautada para el 29, me anuncia. Yo asiento.
Recojo mi paquete de sustancias recetadas y antes de irme, ella me hace
jurar que no las ingeriré hasta que no se me dé permiso durante mi visita del
29. Y añade: Ésta es la dosis para un
solo individuo. Si la toma sin la supervisión adecuada, si altera la dosis o si
brinca algún paso, va a ser muy doloroso.
Miro
el paquete.
Me
marcho.
En
la casa no solo me espera Lorca (Saramago ha desaparecido); también hay una mujer. Pecosa.
Alta. El brazo derecho con quemaduras.
Busca en el refrigerador algo de tomar.
Lo sé porque cuando me siente entrar, estira el otro brazo, el bueno, y
agarrando una botella de jugo de limón, se la lleva a la boca.
Está
agrio, dice.
¿Qué
hace usted aquí?, pregunto.
Estaba
la puerta abierta. Soy Melba.
Exclamo
vehemente: Dejo la puerta abierta porque a estas alturas, ya ni siquiera hay
criminalidad. Creo que los que quedamos,
guardamos cierto respeto tácito ¿No estás enterada, M-E-L-B-A?
Cálmate
hombre, dice, y me guiña el ojo. La pecosa se sienta a la mesa de mi
comedor. Yo abro la nevera. Tomo una botella de jugo de mangó y la
acompaño a beber. Me siento junto a
ella. Le digo que tengo vino y cervezas, pero no quiere.
¿Desde
cuándo entras a las casas?
Desde
que me cansé del gobierno. De la gente.
Recuerdo la época de Kevorkian, cuando aun todo el tema era tabú y la población
mundial se llenaba la boca condenando al pobre.
Se
termina el jugo, y de pronto sus pecas me recuerdan a los isotopos de yodo que
hay que evitar.
¿Y
cómo empezaste?, pregunto.
Alejándome
de la ola radiactiva lo más que podía, pero resulta que después del tercer
terremoto y los tsunamis, la bendita ola está en todas partes, así que no
escapo de nada. Solo sigo. Camino y ya. Antes tenía un novio, así
empecé. Entrábamos a cualquier casa, a
cualquier auto. Nadie protestaba. Y tú… aun no me has dicho tu nombre.
Me
mira fijamente. Repasa mis facciones, mi
nariz carcomida, mi cabello sin brillo, la boca con laceraciones. Soy Pablo, digo.
Melba
añade: Hace mucho que no me acuesto con nadie.
Asiento.
Enumero a mis mascotas caídas. Tres
gatos, un perro, dos cacatúas. Quizás
deba empezar a incluir a Saramago en el recuento de ahora en adelante. No lo
sé. Estoy confundido. Recuerdo cuando
Lorca tenía más compañía que yo y mis obsesiones de no querer enumerar. Asiento.
Hace
mucho que yo tampoco, susurro.
e
Los
atardeceres ahora tienen otro color que oscila entre el violeta y el gris.
Extraño el juego de las formas de las nubes.
Según he leído, este crepúsculo contiene el nivel más alto registrado
desde que recordamos: 800 milisieverts por hora. Una tomografía computarizada
de mi abdomen y pelvis que yace sobre la mesita de la terraza lee: 15
milisieverts. Una radiografía de mi
columna realizada hace nueve semanas, 11 mSv de radiación.
Melba
efectúa muecas y se burla de mi preocupación, de los números, de los
milisieverts, del yodo, del cesio y del estronio. Si alguna vez consigo un
hámster, le voy a poner por nombre Estronio, me dice y mueve los hombros para
parecer coqueta.
Sonrío
porque a mí ella me parece hermosa.
He
contado veinte atardeceres desde que Melba llegara a la casa. En más de una ocasión quise saber si ella
estaba anotada o matriculada en el programa, si tenía un manejador de caso.
Saber si esperará hasta el final o si se irá antes, consume la mayor parte de
mi día a día.
Esto
es peor que Chernobyl, dice y noto una nueva ampolla en su nuca. Claro que es peor, añade y acto seguido se
acerca a mi cuello para succionarlo. Le
abrazo y de pronto quiero saber si ella también es atea. Trato de pronunciar la
frase. Nada sale de mi boca.
No
lo era antes, murmura.
¿Qué
no eras antes?, pregunto.
Atea,
dice.
¿Cómo
sabes que...?
Lo
acabas de preguntar, cielo.
Parpadeo.
Estoy casi seguro que no he preguntado nada. Calladamente observamos el círculo
del sol esconderse en la distancia. Nada
de nubes, y me da nostalgia porque quisiera contarlas. Nada de arco iris. Nada de estrellas incipientes. Entonces le
recuerdo: Debemos enterrar hoy a Lorca.
Melba tose y enseguida me baja los pantalones. O mañana, sentencia.
e
Los expertos
dudan en predecir qué rumbo sigue la ola.
Los elementos irradiantes siguen rutas complejas. Los efectos inmediatos
de una exposición moderada pueden incluir náuseas y vómitos, seguidos de diarrea, dolor de cabeza y
fiebre.
Quiero
ver el mar, Pablo.
No
sé cómo negarle nada a estas alturas, pero intento explicarle.
Ya
no quedan peces o cangrejos. No hay nada
que ver allí, Melba. Además, estar cerca
del mar puede causar dolorosas lesiones en la tiroides. Dicen… hay gente que asegura, que puede ser
muy incómodo.
Quiero
ver el mar, Pablo.
Me
quedo mirando las pocas hierbas del jardín.
Las plantas que tienen las hojas más grandes recogen más radiación, o al
menos eso ha dicho el noticiario. He contado ocho atardeceres más. Empiezo a
empacar ropa, la mía y la de ella, que se ha vuelto la misma. Llegó vestida de falda la primera vez que la
pillé con la mano dentro de mi refrigerador.
A partir de entonces, usa mis pantalones y camisetas.
Pienso
en mañana. Yo también quiero ver el mar,
Pablo, me digo. Intento convencerme. Incluyo en la maleta el paquete de
sustancias recetadas. Ya no iré a mi cita. Hago cálculos en la mente. Divido entre dos.
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